Magistrada ridiculiza a Nay Salvatori por desconocimiento en iniciativa de ley

La magistrada Arely Reyes Teherán ha evidenciado la falta de elementos jurídicos y éticos de Nay Salvatori en su labor legislativa

La diputada local Nay Salvatori ha vuelto a hacer lo que mejor sabe: estar en boca de todos. Pero esta vez no por alguna ocurrencia viral, sino por una iniciativa legislativa que, envuelta en un lenguaje de derechos y libertades, termina por defender una de las formas más crudas de explotación contemporánea: la maternidad subrogada.

Bajo la premisa de “regular la gestación asistida y la subrogación”, Salvatori propone lo que, en términos menos edulcorados, equivale a legalizar la renta de úteros en Puebla. Es decir, convertir en ley un mecanismo donde una mujer —generalmente en situación de vulnerabilidad económica— es contratada para gestar un hijo que no podrá considerar suyo, al servicio de quienes sí pueden pagar por ese “privilegio biológico”.

El problema no es solo jurídico ni técnico. Es profundamente político, ético y social. La subrogación, como bien señaló la magistrada Arely Reyes Terán en una respuesta pública que debería ser de lectura obligada en el Congreso local, no es un tratamiento médico más. Es una industria. Y como toda industria, responde a las leyes del mercado, no a los derechos humanos.

Reyes Terán, en un hilo publicado en X (antes Twitter), desenmascaró el verdadero rostro de la iniciativa: una visión utilitaria del cuerpo femenino que lo reduce a incubadora de alquiler, donde la capacidad reproductiva de las mujeres se transa con la frialdad de un contrato notariado.

Lo irónico —y preocupante— es que esta iniciativa venga de una legisladora que gusta presentarse como progresista. ¿Desde cuándo el progresismo se mide en capacidad para convertir la desigualdad en modelo de negocio? Porque eso es lo que propone: permitir que quien tiene recursos “acceda” a la maternidad a través del cuerpo de otra, con la ley de su lado y la complicidad del Estado.

No es casualidad que esta práctica esté prohibida en muchos países de Europa. No por conservadurismo, sino por el elemental principio de que ni el deseo de tener un hijo ni el dinero deben justificar la instrumentalización de otro ser humano. En este caso, de mujeres pobres. Porque, seamos claros, nadie alquila el útero de una banquera suiza.

El discurso de Salvatori se sostiene en un oxímoron: la “libertad reproductiva” basada en la necesidad ajena. La paradoja de invocar la libertad para institucionalizar la coerción. Porque no, no hay verdadera autonomía cuando las opciones vitales están condicionadas por la pobreza, la marginación o la falta de alternativas.

Pero el problema va más allá del contenido de la propuesta. Es también el síntoma de una peligrosa tendencia en la política contemporánea: convertir las agendas neoliberales en causas progresistas, y la explotación en “empoderamiento”. Y en ese terreno, la iniciativa de Salvatori brilla como un caso ejemplar de lo que no debe ser legislado sin antes preguntarse quién gana, quién pierde y quién calla.

En lugar de discutir políticas públicas que fortalezcan la adopción sin discriminación, que garanticen el acceso igualitario a servicios de fertilidad o que empoderen económicamente a las mujeres, la diputada prefiere abrirle la puerta al mercado global de los vientres. Como si vender la capacidad de gestar fuera una conquista de derechos y no la sofisticación de la servidumbre.

No, diputada Salvatori. Eso no es izquierda. Tampoco es feminismo. Y mucho menos, progreso. Es —con todas sus letras— la romantización legislativa de la esclavitud moderna.
Una esclavitud de etiqueta rosa, con hashtag feminista, pero esclavitud al fin.

Foto: Redes

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