Columnas

Fidel Castro, El Che y la provocación conservadora en la Tabacalera

La política del espacio público nunca es neutral. En las ciudades, las plazas, calles y parques son escenarios de representación simbólica, histórica y de poder. Por eso, la reciente decisión de la alcaldesa de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega, de retirar las estatuas de Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara del jardín de la colonia Tabacalera no puede leerse como un acto administrativo, mucho menos como un gesto ingenuo. Es una acción deliberada, cargada de contenido ideológico y oportunismo político, que pretende reescribir el espacio público con la pluma de la derecha conservadora que hoy busca nuevas figuras para erigir sus propias narrativas.

Aclaro desde el principio: no estuve de acuerdo con el retiro de la estatua de Cristóbal Colón del Paseo de la Reforma, como tampoco estoy de acuerdo con el retiro de las estatuas de Fidel y el Che de la Tabacalera. No porque idolatre a ninguno de ellos, sino porque considero que los monumentos deben ser entendidos como testimonios históricos, complejos y contradictorios, de personas de carne y hueso, con aciertos y errores, con luces y sombras. Borrar símbolos bajo el argumento de la corrección ideológica o del revisionismo moral, más que sanear la memoria, la mutila.

Alessandra Rojo de la Vega no actuó como funcionaria pública preocupada por el entorno urbano, sino como provocadora profesional en busca de reflector. Con esta acción, pretende hacerse del micrófono de la derecha radical mexicana, esa que odia todo lo que huela a izquierda y que ha hecho del anticomunismo su principal catecismo. Es una jugada de posicionamiento, una puesta en escena para abrirse paso como vocera del nuevo conservadurismo urbano que pretende reordenar la historia según sus fobias y fantasmas. Su discurso no busca sanar, busca confrontar; no busca comprender, busca dividir. Y eso es lo que en realidad debería preocuparnos.

El argumento que usó —que “no se puede rendir homenaje a dictadores”— es tan simplista como deshonesto. No estamos ante una glorificación del autoritarismo, sino ante el reconocimiento histórico de un hecho incontestable: en esa misma colonia, en la calle Emparan, esquina con Miguel Schultz, ocurrió uno de los encuentros más relevantes de la historia del siglo XX para Cuba. Fue allí donde Fidel Castro conoció al Che Guevara, en la casa de María Antonia González. Ese pequeño acto —esa cita clandestina entre dos jóvenes decididos a cambiar la historia— dio lugar al nacimiento del movimiento revolucionario que acabaría con la dictadura de Batista y establecería un nuevo orden en Cuba, con todas sus complejidades y contradicciones.

Reducir a Fidel y al Che a meros “dictadores sanguinarios” es no solo un ejercicio de ignorancia histórica, sino un gesto peligroso de simplificación narrativa. La historia no es blanco y negro, sino un complejo entramado de causas, contextos, decisiones y consecuencias. Ni los héroes son santos, ni los villanos demonios. Ambos líderes tuvieron aciertos indiscutibles: alfabetización masiva, soberanía nacional, avances en salud pública, dignificación de sectores históricamente marginados. También cometieron errores y ejercieron formas de poder autoritario que deben ser discutidas y analizadas. Pero la respuesta ante eso no es borrar sus imágenes del espacio público, sino promover el debate crítico, la reflexión informada, la educación histórica.

La decisión de retirar esas estatuas no solo borra símbolos, sino que desconoce un episodio que forma parte de la memoria histórica de la Ciudad de México. No es cualquier jardín. No es cualquier encuentro. La Tabacalera no solo fue cuna de sindicatos y movimientos obreros, sino también un lugar de confluencia para las redes internacionales de la izquierda en los años cincuenta. México, con su tradición de asilo político y de apertura ideológica, fue el terreno fértil para conspiraciones libertarias, luchas anticoloniales y revoluciones por venir. No reconocer ese legado es amputar parte del alma política de la capital.

El hecho de que Alessandra Rojo de la Vega haya llegado al cargo bajo la postulación del PRI añade otra capa de contradicción. El PRI histórico fue durante décadas simpatizante del régimen cubano. Presidentes priistas como Luis Echeverría y Carlos Salinas de Gortari mantuvieron estrechos lazos con Fidel, lo que revela que la alcaldesa no sólo actúa por ignorancia, sino también con un pragmatismo vacío de coherencia ideológica. Su ambición personal se sobrepone a cualquier consistencia política. Su acción no representa al PRI histórico ni a la pluralidad de pensamiento que caracteriza a la Ciudad de México. Representa únicamente sus propias aspiraciones mediáticas.

Pero quizá lo más lamentable de este episodio es que, mientras se entretiene con estas provocaciones ideológicas, el parque de la Tabacalera sigue en el abandono. La verdadera afrenta a la ciudadanía no es la presencia de dos estatuas, sino el estado deplorable del espacio público: basura acumulada, bancas rotas, personas en situación de calle sin atención, prostitución sin control ni protección. ¿Por qué no enfocar la gestión en rehabilitar el parque, en devolverle dignidad y seguridad a la zona? ¿Por qué no asumir que gobernar no es posar para las cámaras ni alimentar debates estériles, sino atender lo urgente y lo importante?

Urge que el Gobierno de la Ciudad de México, encabezado por Clara Brugada, intervenga y restituya las estatuas de Fidel y el Che en su lugar original. No por capricho ideológico, sino por respeto a la historia, al patrimonio simbólico de la ciudad y a la libertad de pensamiento. Quitar estatuas por razones ideológicas abre un precedente peligroso. Hoy se retiran las de los revolucionarios. ¿Mañana serán las de Zapata, de Lázaro Cárdenas, de Benito Juárez?

La ciudad no necesita borrar su historia, necesita aprender de ella. Necesita espacios donde convivan las diferentes visiones, donde los monumentos se acompañen de placas informativas, de códigos QR, de contenidos que inviten al diálogo, a la crítica, a la reflexión. No se trata de canonizar ni de santificar, sino de comprender. Porque una ciudad democrática es aquella que reconoce su complejidad, que respeta la diversidad de voces y que defiende la pluralidad de su memoria pública.

El retiro de las estatuas de Fidel y el Che debe leerse como un síntoma de algo más profundo: la disputa por el sentido de la ciudad. ¿Queremos una capital que se construya desde el diálogo o desde la cancelación? ¿Desde la memoria crítica o desde la propaganda? ¿Desde la gestión responsable o desde la provocación mediática? Esa es la verdadera discusión. Y en ella, todos —independientemente de nuestra posición ideológica— debemos alzar la voz para defender el derecho a una historia completa, incómoda, pero honesta.

La ciudad no necesita más símbolos removidos. Necesita más memoria, más historia, más conciencia de sí misma. Necesita, también, menos funcionarias buscando la próxima portada y más políticas públicas que devuelvan la dignidad a nuestros espacios comunes. Porque una estatua retirada por cálculo político no es sólo una afrenta a la historia: es una oportunidad perdida de educar, de dialogar, de construir ciudadanía. Y eso, en los tiempos que corren, es un lujo que no podemos permitirnos. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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