La Casa Blanca será escenario de su mayor remodelación desde 1952, y no precisamente por necesidad institucional. En septiembre de 2025, la administración del presidente Donald Trump comenzará la construcción de un salón de baile de más de 8 mil metros cuadrados, con un costo estimado de 200 millones de dólares. El proyecto será financiado completamente por fondos privados, provenientes —según la presidencia— de «donantes patrióticos» no revelados.
El nuevo espacio estará ubicado en el ala este del complejo presidencial, donde se pretende recibir a dignatarios y organizar cenas oficiales con hasta 650 invitados. El diseño estará inspirado en el lujo de Mar-a-Lago, con columnas neoclásicas, suelos de mármol italiano y lámparas de cristal de Baccarat. El proyecto está previsto para concluir en 2029, justo al final de su segundo mandato.
El salón del poder: críticas por opacidad, despilfarro y conflicto de interés
Desde el Congreso estadounidense, diversas voces han alzado la alerta por el posible conflicto de interés y la ausencia de mecanismos de fiscalización. El congresista demócrata Mark Pocan advirtió:
“Si el financiamiento viene de donantes privados, sin pasar por el Congreso, estamos ante un vacío de transparencia preocupante”.
Por su parte, analistas en medios como The New York Times y El País han señalado que Trump busca dejar su huella no solo en la política, sino también en la estética del poder presidencial, consolidando una narrativa de grandeza personal con tintes monárquicos.
La remodelación recuerda otras polémicas decisiones estéticas del expresidente, como los dorados del Despacho Oval, la remoción del jardín de rosas impulsado por Melania Trump o la habilitación de una pista de baile en Mar-a-Lago. Todas ellas fueron recibidas con críticas por privilegiar la imagen y el espectáculo sobre la institucionalidad.
Una Casa Blanca hecha a la medida del ego
La construcción del salón de baile ha sido interpretada por analistas como una muestra más del personalismo con que Trump entiende el ejercicio del poder. En vez de priorizar políticas públicas o reforzar la infraestructura institucional, se destina una millonaria suma a una obra simbólica, suntuosa, y carente de debate público.
En un país donde millones enfrentan precariedad laboral, altos costos de vivienda y recortes en servicios sociales, la inversión privada de 200 millones de dólares en un salón de baile para la élite resulta, cuando menos, provocadora.
¿Quiénes donan? Nadie lo sabe
El hecho de que los fondos no provengan del presupuesto federal, sino de aportaciones privadas, no exime de responsabilidades legales ni éticas. Por el contrario, especialistas han advertido que este modelo puede abrir la puerta a una forma opaca de lobby y retribución política a quienes «invierten» en la imagen presidencial.
Hasta el momento, ni la Casa Blanca ni los portavoces de Trump han revelado la identidad de los donantes. Se desconoce si hay empresarios contratistas, magnates inmobiliarios o figuras del sector financiero entre los aportantes.
El poder como espectáculo
En suma, la nueva obra de Trump no solo es un símbolo de ostentación, sino también un gesto de privatización del espacio público más simbólico de Estados Unidos. Lo que debería ser un recinto de la democracia, se convierte en escenario de vanidad política.
La izquierda estadounidense y sectores progresistas ya han iniciado una campaña para exigir transparencia sobre los recursos, los contratos y los beneficios detrás de esta remodelación. Porque cuando el poder se viste de oro y mármol, es momento de preguntarse: ¿quién paga realmente la fiesta?












