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Campeche: Censura Previa y la Traición a los Principios de la Cuarta Transformación

En México, la libertad de expresión ha sido uno de los pilares más frágiles de nuestra vida democrática. Cada avance logrado a golpe de movilizaciones, litigios y reformas legales ha sido puesto en riesgo, una y otra vez, por gobiernos incapaces de tolerar la crítica. Lo paradójico es que, en pleno siglo XXI y bajo un gobierno federal que presume de haber desterrado las prácticas del viejo régimen, los ataques contra el periodismo no provienen de las oficinas del Palacio Nacional, sino de gobiernos locales que, en teoría, deberían ser la vanguardia del cambio. El caso de Campeche es el más ilustrativo y, quizá, el más vergonzoso.

Mientras la presidenta Claudia Sheinbaum libra batallas complejas en el escenario nacional e internacional —contener, hasta ahora con éxito, los aranceles de Donald Trump, desplegar una nueva estrategia de seguridad frente a los homicidios y desapariciones, y llamar a la austeridad republicana como norma de conducta para los morenistas—, algunos gobiernos estatales emanados de la Cuarta Transformación se han convertido en una vergüenza para el movimiento que los llevó al poder. Y es que mientras la presidenta repite que en su gobierno “está prohibido prohibir”, en Campeche la justicia local ha decidido que la censura previa es un instrumento legítimo de gobierno.

El episodio involucra a la gobernadora Layda Sansores, a la jueza Edelmira Jaquelin Cervera y a un periodista veterano de 71 años, José Luis González Valdés, director del portal Tribuna. La historia parece sacada de un manual autoritario de mediados del siglo XX: la jueza ha ordenado entregar los datos personales del responsable de las redes sociales del medio y ha impuesto medidas cautelares que, en la práctica, obligan a que cualquier contenido que pudiera “hablar mal” de la gobernadora sea revisado antes de publicarse. La magistrada lo llama un mecanismo para “verificar” que no haya incitación al odio ni calumnias. En otras palabras: un permiso de publicación que recuerda al “visto bueno” de la censura porfiriana o a las tijeras de la Dirección General de Cinematografía en los años sesenta.

Que quede claro: no se trata de un diferendo entre particulares ni de un juicio de daño moral donde la gobernadora, como ciudadana, busque reparar una ofensa. Se trata de la aplicación de censura previa contra un periodista que, en el ejercicio de su profesión, ha emitido críticas incómodas, pero legítimas. La Constitución mexicana, en su artículo 7, es contundente: “Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura”. La sentencia de la jueza Cervera no solo viola la Carta Magna, sino que constituye una regresión autoritaria que avergüenza al movimiento político que dice representar los ideales democráticos de la Cuarta Transformación.

Lo más insólito es que, al revisar los contenidos publicados por Tribuna, no encontramos nada que justifique semejante embestida. González Valdés no ha publicado filtraciones médicas ni datos familiares de la gobernadora. Tampoco ha promovido campañas de odio o incitado a la violencia. Sus notas y columnas son lo que cualquier presidente municipal medianamente tolerante podría aguantar sin pestañear: críticas políticas, señalamientos sobre la gestión estatal y comentarios sobre el carácter volátil de la mandataria. La única explicación plausible es la soberbia.

Porque la soberbia y la torpeza suelen caminar juntas. Layda Sansores, quien en su momento gozó de la simpatía de amplios sectores sociales y de la indulgencia de la opinión pública nacional, ha demostrado que la crítica le resulta insoportable. Y como suele ocurrir con los autoritarios de provincia, su respuesta ha sido acudir a la justicia local —esa que tantas veces se convierte en brazo ejecutor del poder político— para acallar voces incómodas. El resultado, como era de esperarse, ha sido el efecto inverso: al intentar silenciarlo, convirtió a González Valdés en un símbolo de la libertad de expresión y en receptor de un apoyo social y mediático que probablemente nunca habría alcanzado sin la intervención del poder estatal.

Hay un detalle que revela la dimensión personal del conflicto: el propio José Luis ha contado que conoció a los padres de la gobernadora, que incluso visitó su casa en años pasados. Dicen que no hay peor enemigo que un viejo amigo, porque conoce las puertas de tu casa. La reacción de Sansores parece alimentarse de ese conocimiento personal, de una especie de agravio íntimo que se convirtió en vendetta pública. Pero incluso si así fuera, el uso del aparato judicial para dirimir resentimientos personales es una afrenta directa al Estado de derecho.

El contexto agrava la indignación. Morena y la Cuarta Transformación llegaron al poder prometiendo poner fin al autoritarismo y a las prácticas de persecución política que caracterizaron a los gobiernos priistas y panistas. Hoy, el gobierno de Campeche exhibe exactamente aquello que se juró desterrar: censura, persecución mediática y desprecio por la crítica. La presidenta Sheinbaum ha dicho que su gobierno respeta la libertad de expresión y que “está prohibido prohibir”. Pero esas palabras se desdibujan cuando, bajo el mismo emblema partidista, una gobernadora actúa como si el poder local le otorgara licencia para perseguir periodistas.

Además, la sentencia de la jueza Cervera tiene implicaciones que trascienden el caso individual. Si se permite que esta resolución permanezca vigente, se abre la puerta para que cualquier autoridad local en México intente aplicar censura previa bajo el pretexto de prevenir calumnias o “discursos de odio”. La ambigüedad del concepto permite que, mañana, un presidente municipal ordene revisar los artículos de opinión de un semanario crítico o que un gobernador obligue a los caricaturistas a entregar sus cartones antes de publicarlos. La libertad de expresión no se erosiona de golpe; muere por la acumulación de precedentes peligrosos como este.

El derecho a la crítica no se concede por simpatía política ni por la paciencia del gobernante de turno. Es un derecho inherente a la ciudadanía y al ejercicio periodístico. Su límite está en la ley posterior, no en la censura previa. Si un funcionario considera que fue difamado, tiene la vía civil para demandar y defender su honor, pero no la facultad de instalar un sistema de control editorial disfrazado de “medida cautelar”. El hecho de que esta aberración haya ocurrido en un estado gobernado por Morena debería ser motivo de alarma para la dirigencia nacional del partido y para la propia presidenta.

La política, decía Daniel Cosío Villegas se inscriben los actos que definen el legado de los gobiernos. Si Morena permite que sus gobiernos estatales se deslicen hacia el autoritarismo local, el desgaste no lo pagará únicamente la gobernadora de Campeche; lo pagará el movimiento completo. La ciudadanía distingue entre el discurso nacional y las prácticas locales, y la incongruencia siempre cobra factura.

El tiro, como suele suceder con la censura, le ha salido por la culata a Layda Sansores. Lejos de debilitar a José Luis González Valdés, lo fortaleció. Hoy cuenta con la solidaridad de periodistas, medios y ciudadanos que quizá nunca habían leído Tribuna, pero que ahora ven en su director un ejemplo de resistencia frente a la arbitrariedad. Es la misma lógica que convirtió en símbolo a Lydia Cacho en su confrontación con Mario Marín, el “góber precioso”. Campeche corre el riesgo de repetir la historia, con la diferencia de que esta vez la indignación se multiplica en redes sociales y medios digitales, donde el intento de silenciar suele amplificar los mensajes perseguidos.

Lo que está en juego no es solo la libertad de un periodista de 71 años ni la línea editorial de un portal digital. Lo que se disputa es la vigencia misma de un principio democrático que costó décadas construir: el derecho de los ciudadanos a criticar al poder sin pedir permiso. Si la Cuarta Transformación se toma en serio sus propios principios, debe actuar con contundencia. No basta con que la presidenta Sheinbaum reitere su compromiso con la libertad de expresión; es necesario que el partido y sus órganos internos deslinden responsabilidades, que la Suprema Corte revise la legalidad de esta sentencia y que la sociedad civil mantenga la presión pública.

Porque si normalizamos la censura previa en Campeche, mañana despertaremos en un país donde cada crítica requiera el beneplácito de un juez local. Y entonces, el sueño de la transformación democrática se habrá convertido en una pesadilla autoritaria, escrita con las mismas letras que los capítulos más oscuros de nuestra historia.

Yo sostengo que la defensa de la libertad de expresión es un imperativo ético que trasciende simpatías políticas. Hoy le toca a José Luis González Valdés; mañana puede ser cualquier voz crítica, cualquier ciudadano inconforme, cualquier medio independiente. La democracia se construye desde el disenso, no desde la sumisión. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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