El triunfo de José Antonio Kast en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Chile no es un hecho aislado ni un simple péndulo electoral. Es, ante todo, una señal política que obliga a mirar con atención el estado de la democracia chilena, las transformaciones del tablero latinoamericano y, sobre todo, las lecciones que la izquierda —particularmente la mexicana— debe asumir si pretende consolidar su proyecto histórico y evitar que la alternancia se convierta en una restauración autoritaria disfrazada de orden.
Con el 58.1 por ciento de los votos, Kast se impuso a Jeannette Jara, candidata de la centroizquierda, quien obtuvo 41.8 por ciento. El dato duro revela algo más profundo que una diferencia porcentual: una mayoría social decidió castigar a las fuerzas progresistas tras un ciclo de expectativas incumplidas, polarización y desgaste político. Que Gabriel Boric haya reconocido de inmediato el resultado no es un gesto menor; es, por el contrario, una reafirmación de la coherencia democrática chilena. En democracia se gana y se pierde, pero se pierde con dignidad institucional y se gana sin aniquilar al adversario.
Chile ha construido, desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet, una cultura política que reconoce la alternancia como parte del juego democrático. Patricio Aylwin inauguró la transición con límites evidentes; Eduardo Frei consolidó la inserción económica; Ricardo Lagos desmontó enclaves autoritarios; Michelle Bachelet profundizó políticas sociales; Sebastián Piñera representó la alternancia de la centroderecha; el estallido social de 2019 evidenció las fracturas estructurales del modelo; y Gabriel Boric encarnó la esperanza de una nueva generación política. Kast llega ahora como una reacción conservadora frente a ese proceso, no como una anomalía.
Esto es clave: Kast no emerge del vacío, sino de una acumulación de errores, frustraciones y temores sociales. La izquierda chilena, pese a su narrativa transformadora, no logró traducir las demandas sociales en resultados tangibles y sostenibles para la mayoría. El fracaso del proceso constitucional, rechazado en dos ocasiones por la ciudadanía, fue un punto de inflexión. Cuando las reformas se perciben como maximalistas, desconectadas o capturadas por élites ilustradas, la reacción suele ser conservadora.
Sin embargo, sería un error analizar el triunfo de Kast únicamente desde la política interna chilena. Existen factores externos que no pueden ignorarse. El primero es la agresiva política de injerencia del gobierno de Donald Trump en América Latina, que ha respaldado abiertamente a figuras de la derecha radical como Javier Milei en Argentina y que, de manera directa o indirecta, incide en los climas electorales mediante presión diplomática, económica y mediática. La derecha radical ya no opera sólo como una corriente ideológica local, sino como una red transnacional con narrativa, financiamiento y estrategia compartida.
El segundo factor es el fortalecimiento global de la derecha radical. Estados Unidos, Italia, Argentina y varios países europeos y latinoamericanos viven un auge de discursos autoritarios que explotan el miedo, la inseguridad, la migración y la desconfianza hacia la política tradicional. Estas derechas no buscan únicamente ganar elecciones; buscan deslegitimar al adversario, polarizar a la sociedad y erosionar los consensos democráticos básicos. Kast forma parte de ese fenómeno, aunque se mueva dentro de las reglas formales de la democracia chilena.
El tercer elemento, menos evidente pero igualmente relevante, es el impacto simbólico y mediático del Premio Nobel de la Paz otorgado a Ana Corina Machado. Más allá de las valoraciones sobre su trayectoria, el reconocimiento tuvo una resonancia continental que reforzó narrativas antiprogresistas y fue utilizado como herramienta política en varios países. En una era dominada por la comunicación política emocional, los símbolos pesan tanto como los programas.
Dicho esto, no se puede —ni se debe— idealizar la democracia chilena. Chile no es un paraíso democrático ni sus élites políticas están libres de intereses, corrupción o prácticas excluyentes. Pero sí ha logrado algo fundamental: que la oposición tenga una posibilidad real de acceder al poder por la vía del voto, y que quien gobierna acepte perderlo. Esa es una lección que en América Latina sigue siendo frágil.
Para México, el espejo chileno es incómodo pero necesario. El apoyo popular no es un cheque en blanco ni una renta perpetua. La izquierda mexicana, hoy en el poder, debe entender que gobernar es convencer todos los días, no administrar la victoria pasada. Los factores externos existen —presión de Estados Unidos, financiamiento de derechas regionales, campañas de desinformación—, pero no explican por sí solos una derrota electoral. Lo que pesa, al final, son los resultados, la cercanía con la gente y la coherencia ética.
La izquierda mexicana debe extraer al menos cuatro lecciones del caso chileno. La primera: no confundir mayoría electoral con hegemonía cultural. Ganar elecciones no significa haber ganado la batalla de las ideas. La segunda: evitar la tentación del sectarismo y la superioridad moral. Cuando la izquierda se encierra en su propio discurso y descalifica cualquier crítica como traición o conspiración, se aleja de las mayorías. La tercera: combatir la corrupción con hechos, no con retórica. Nada erosiona más rápido un proyecto transformador que la incoherencia entre el discurso ético y la práctica política. Y la cuarta: defender la democracia incluso cuando el resultado no favorece. La democracia no se protege sólo cuando se gana, sino, sobre todo, cuando se pierde.
El triunfo de Kast no es el fin de la democracia chilena, pero sí una advertencia. La alternancia puede fortalecer a la democracia, pero también puede abrir la puerta a regresiones autoritarias si las fuerzas progresistas renuncian a la autocrítica. Chile volverá a votar en cuatro años, y la izquierda tendrá la oportunidad de reconstruirse, aprender y volver a disputar la confianza social.
México haría bien en observar con atención. La historia reciente demuestra que ningún proyecto político es irreversible. La democracia se defiende con resultados, con ética pública y con una conexión real con la vida cotidiana de la gente. Todo lo demás —la épica, la retórica, los símbolos— puede ganar aplausos, pero no garantiza permanencia. En ese sentido, Chile no sólo ha girado a la derecha; ha puesto sobre la mesa una pregunta incómoda para toda la izquierda latinoamericana: ¿está gobernando para la historia o para la gente aquí y ahora?
Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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