Columnas

Despertando del sueño de la 4T

Esta columna trata la trágica ejecución de Ximena Guzmán y José Muñoz, colaboradores de la jefa de gobierno, Clara Brugada. Descansen en paz.

Hemos despertado de una verdad incómoda: el narcotráfico no es solo un problema de gestión social o seguridad pública. Es una institución que opera bajo una ética devastadora: «todo es mío hasta el minuto en el que muera».

¿Qué motiva un asesinato? Durante el Holocausto, una idea común entre los intelectuales fue que el racionalismo era totalmente compatible con la maldad. Para Hannah Arendt, el genocidio podía estructurarse desde un sistema burocrático. Cientos de personas comunes en la cadena de producción de la destrucción humana. Esto no dista mucho de los protocolos para la contratación de sicarios. Freelancers que aceptan ejecuciones, con niveles de operación dignos de cualquier empresa multinacional. Porque el asesino, en palabras de Espronceda, es el chivo expiatorio de un entramado más amplio de servidores de la muerte:

De los hombres lanzado al desprecio, de su crimen la víctima fui, y se evitan de odiarse a sí mismos, fulminando sus odios en mí.

Pero, ¿qué motiva un asesinato? No es solamente una faja de billetes. El mercenario es un instrumento, que cumple a cabalidad la banalización del mal. Es mi chamba, confiesan algunos sicarios retirados cuando se les entrevista. La motivación no está en quien jala el gatillo, sino en quien financia las balas.

Sin embargo, la tesis de Arendt sobre la banalidad del mal se queda corta. Nadie mata porque sí. Dar muerte no es producir duraznos enlatados. Debe haber un sustrato más profundo que permita deshumanizar al otro, una justificación que trascienda el simple cumplimiento de órdenes. La crueldad organizada siempre necesita una ética, por perversa que sea.

El fascista mata por un ideal trastornado: imponer su raza, su nación, su visión del mundo sobre los demás. Hay un proyecto, un futuro imaginado, una promesa de eternidad. El artífice es un místico que ama profundamente, de la forma más terrible que se puede concebir. El yihadista afghano, por ejemplo, Incluso cuando trafica opio para financiar el islamismo, subordina su muerte a una causa superior. También mata por algo que trasciende su existencia individual: un mandato divino, el paraíso prometido.

El crimen organizado es radicalmente distinto. El narco es nihilista por naturaleza. No mata por Dios ni por la raza: mata porque la muerte misma es su única certeza. Es un suicidio hedonista, muy parecido al de Apokarteron, protagonista del diálogo perdido de Hegesias de Cirene. Un hombre que, al descubrir el sinsentido de la vida, concluye que la mejor forma de vivir es morir de hambre. El narco añade un componente enfermizo: dejarse morir gozando. Cuando la única conclusión de tu vida es morir, todo está permitido. Ese es el ethos del narcotraficante: todo es mío hasta el minuto en el que muera.

Ese es el reto al que nos enfrentamos. Hombres que matan porque alguien estorba entre el lujo y el poder. Cuando la única certeza que tienes es morir, es fácil pensar que el mundo es tuyo. Pero creemos que prohibir los corridos es suficiente.

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