Columnas

El extraño retorno de López Obrador

En 1897, el famoso escritor estadounidense Mark Twain escribió al New York Times una carta que ha sido inmortalizada por una frase: “los rumores de mi muerte han sido exagerados”. Esta idea, con variaciones, está presente en muchos otros eventos, convirtiéndose incluso en un lugar común en películas y libros: el héroe que regresa, el villano que se cree derrotado y que en realidad solo espera el momento adecuado para volver… incluso de forma cómica, como en la serie de películas animadas “La era del hielo”, donde uno de los personajes cuenta la historia de sus aventuras diciendo que el resultado era desafortunado: él había sido asesinado… pero sobrevivió.  

La elección de 2018 significó algo muy importante para muchas y muchos mexicanos. No sólo porque una mayoría abrumadora eligió sin ningún espacio para la duda o el equívoco, un proyecto alternativo para gobernar a México, diferente de aquel que durante décadas desarrolló el proyecto neoliberal de la mano de los Partidos Acción Nacional y Revolucionario Institucional, sino también porque significó la culminación de un largo proceso de trabajo político para quienes construyeron el movimiento que lo consiguió.

Para muchas y muchos mexicanos, Andrés Manuel López Obrador, quien liderando ese esfuerzo ganó la Presidencia de la República en ese año, es el protagonista de la vida política del país en el siglo XXI. Para la gran mayoría, la épica que fue construida durante tantos años, resulta incomparable con cualquier momento de nuestra memoria política viva. A pesar de ello, algunos otros, una minoría, como los números lo dicen, ven a este proceso en todas sus dimensiones, como un error terrible y a AMLO como el villano por excelencia.

Esta elección, la tercera en la que fue candidato, tuvo una ventaja sobre las otras. En 2006, un discurso de miedo se constituyó a partir de la figura de este líder de la izquierda. El llamado “Peligro para México” que nos iba a volver -siempre de una forma un tanto peyorativa- en un país como Venezuela y que acabaría en un estrepitoso fracaso económico y social para el país. En ese entonces, la estrategia tuvo ciertamente, éxito. Acompañada por una fuerte movilización apoyada por el gobierno de Vicente Fox, por la gente del PRI que pactaron con Acción Nacional y de los empresarios, las fuerzas conservadoras del país consiguieron evitar la que habría sido, no lo dudo, una administración totalmente diferente a aquella que, de la mano de Felipe Calderón, llenó de sangre y fuego al país, en una vorágine que aun ahora continúa consumiéndonos.

A pesar de ello, la repetición en 2012 de dicho intento mostró el lento pero inevitable desgaste del discurso catastrofista. No sólo porque las condiciones que el país presentaba distaban mucho de aquello que se había prometido a cambio de no elegir a AMLO, sino también y especialmente por el trabajo de cientos de miles de mexicanas y mexicanos que se dispusieron a convencer lenta y paulatinamente al resto, de que sólo el pueblo organizado puede salvar al pueblo. Por ello, no resultó raro el resultado de 2018 y mucho menos aún, con los seis años de gobierno de la llamada “4ª Transformación”, la abrumadora victoria de la Presidenta Claudia Sheinbaum en 2024.

Quienes seguimos este desarrollo de forma continua, pudimos observar la diferencia en el tono de la elección de 2018. Una gran mayoría sentía que el triunfo era no sólo posible, sino incluso seguro. Y ahí, en medio de esa ola, algunos actores políticos intentaban, con cada vez menos éxito, repetir los argumentos de 2006: que AMLO se volvería un dictador, que se reelegiría y modificaría la Constitución. Por ello, de forma constante, se le preguntaba al respecto. Cada vez la respuesta era la misma: que cuando terminara su sexenio, se retiraría de la vida pública a escribir, trabajar en sus proyectos y disfrutar. No todos le creyeron, e incluso ahora, a más de un año del cambio de gobierno, hay quienes insisten en continuar viéndolo como el actor principal de todos los eventos.

Andrés Manuel es sin duda alguien que levanta pasiones. Hay, entre mis conocidos mucha gente que le respeta e incluso le tiene aprecio. Hay quienes de forma crítica reconocen los logros de su administración y colocan, no con poco acierto, el acento en los grandes problemas pendientes que dejó a su paso. Pero hay, igualmente, algunos que tienen un odio que no puedo llamar sino visceral hacia su persona. No se trata, a pesar de que quieran mostrarlo así, de un rechazo racional, derivado del pensamiento crítico, pues al preguntarles razones, lo que se recibe son insultos. Hacia él, o, en algunos casos, incluso hacia quien pregunta.

Esto ha llevado a que algunas personas digan que su figura polarizó al país. Yo no lo creo. Mis ideas, éticas y políticas, siguen siendo las mismas -aunque no iguales, pues todas y cada una de ellas van perfeccionando y cambiando, como el barco de Teseo- que hace un año, que siete e incluso, la mayoría, que hace 20. Mis intentos por platicar sobre lo que creo o no justo, no ha cambiado gran cosa tampoco, a lo sumo, se ha suavizado un poco en su ardor, y se ha refinado en sus formas. Pero sigo pensando que hablar respetuosa pero asertivamente sobre lo que creemos, es la mejor forma de vivir en democracia en el diálogo. Y también, sigo creyendo, que hay posturas que por no respetar esa búsqueda, no son interlocutoras válidas.

Tampoco creo que quienes se oponen a la 4ª Transformación en general, y a AMLO en lo particular/personal hayan cambiado sus propias ideas. Las han perfeccionado, en algunos casos y quizá algunos se hayan radicalizado, pero el germen de lo que piensan siempre ha estado ahí. Lo que llamamos polarización no se encuentra entonces en la existencia de ideas diferentes, sino más bien, en la manera en la que estas se encuentran mutuamente en el espacio público.

Durante muchos años, yo asumí que muchas, si no la gran mayoría de mis ideas eran minoritarias. Todavía me pasa con algunas. Cuando las hablo, hay veces en que la gente ni siquiera está en contra, como no se está en contra de salir volando o volverse invisible en algún momento: son ideas tan fuera del paradigma dominante, que resultan simplemente impensables. Y por ello, no suelen darles mucha importancia. Hay otras sin embargo, que poco a poco fueron instalándose en el sentido común de las personas: que la dignidad no es algo que se gane o compre, sino que es algo que poseemos. Sin importar nada: el color de nuestros ojos, el tono de nuestra piel, la lengua que nos habita o el dios y el amor al que buscamos. Que eso significa que algunas personas necesitan más que yo, de algunas cosas y que entonces ellas deben recibirlas y no yo por parte de mi comunidad. Que eso es bueno para el país, para nosotros y para el mundo.

El problema de la polarización viene precisamente de ese cambio. Del cambio que ha ido instalándose lentamente como verdades aceptadas en la vida común. Antes, cuando ideas opuestas a las mías eran presentadas, solía discutirlas de manera ordenada, sistemática y en muchas ocasiones -salvo que se necesitara otra cosa- de forma incluso amistosa. Crecí y fui formado en una sociedad que veía mis ideas como ridículas y por ello, aprendí que el diálogo habría las puertas del entendimiento.

Por otra parte, quienes formaron como parte de su ser, aquellas ideas que lentamente van siendo dejadas de lado como generalidades aceptadas en el ser social, tienen un sentimiento de vacío, de robo. Lo que entendían como natural y normal no lo es más, y ahora son cuestionados, cuando no simplemente ignorados. Pero ellos no habían pasado por eso. Ellos hablaban y sus palabras eran escuchadas como verdades asumidas. Incluso por aquellos que eran, por esas ideas, atacados -ellos mismos incluidos-.

Es en ese sentimiento de pérdida -de control, de espacio, de capacidad comunicativa incluso, pero más importante, de inmunidad- que genera agresividad por parte de algunas personas. Y es ello, lo que entendemos como polarización de la sociedad. No la actuación de un hombre, ni siquiera un movimiento o un partido, sino la posibilidad de que el diálogo tenga que ser bajo otras reglas; unas reglas que no priorizan sus visiones y que no les colocan como el espacio natural de la conversación.

Si mientras escribo esto recuerdo a muchos de mis conocidos y contactos, esto no es algo exclusivo de mi círculo cercano. Es algo que sucede en todos los niveles y grupos sociales. Por ello, los políticos -sean estos partidistas o no (porque comunicadores, presentadores, comentaristas y académicos somos igualmente sujetos eminentemente políticos, aunque muchos no tengamos una militancia partidista) también se encuentran inmersos en ese proceso.

Este fin de semana, después de un largo periodo de silencio, Andrés Manuel realizó una presentación “pública” gracias a la tecnología. Lo hizo no para opinar sobre acciones de gobierno o para hablar en específico de los problemas de nuestro país -algo que dijo, está controlado por la Presidenta Claudia Sheinbaum- sino para presentar su más reciente libro, en que hablará de la historia de México y en particular, de cómo en ella los pueblos originarios han sido una pieza central, si bien muchas veces ignorada activamente.

El silencio de Andrés Manuel durante este año, fue visto, por aquellos que le asumen como el personaje malévolo, pero central de la narrativa mexicana contemporánea, como un silencio artificial, falso, una estrategia de él para hablar a través de otros y por ello, insistían en que escuchaban ecos de su voz en todos lados. Sin importar el mensaje, sin importar incluso que se trataran de mensajes contrapuestos. Toda voz era vista como un eco, porque él se ha convertido en la encarnación de esa frustración interna.  

En los días que han seguido de esta presentación, que fue corta para sus estándares, los muy ligeros mensajes abiertamente políticos que realizó se han vuelto el foco de atención de muchas personas, especialmente opositores. Cada uno de ellos ha realizado un ejercicio de exégesis, que le permite asegurar que él en particular siempre y en todo tuvo razón: lo mismo con que el expresidente estaba en Cuba, que estaba grave de salud, que se había divorciado, que estaba escondido, que todavía mandaba, que decidía desde Palenque y que en realidad ya no podía decidir nada.

Durante estos días hemos visto a la oposición en su propio laberinto. Uno que ellos mismos construyeron y en donde colocaron a un imaginario minotauro que simplemente, no está interesado en sus pretendidas interacciones. Ello les ha llevado a pelear contra lo que encuentren en el camino: los conocidos que saben que no tienen ese repudio por AMLO (incluso cuando no le apoyen), personas ligadas a la vida partidista, intentos de cambios y políticas públicas dirigidas e incluso, para que pueda vislumbrarse la irracionalidad de ese camino, hasta con un pavo real y un gallo.

Estoy igualmente, seguro, que muchos de sus sempiternos odiantes sintieron emoción de ver el video, incluso tan sólo de saber sobre su existencia. Les da motivos para continuar centrando su atención en ese rechazo, genera un enemigo material, real, a quien puede culparse mágicamente de todos los males del mundo (pensemos, de la misma forma, lo que sienten muchos otros en la izquierda con Salinas o Calderón) y a través de una forma específica de pensamiento conspiratorio, incluso justifica muchos de sus dichos. Es, leí hace unos momentos, “la antesala de un golpe de estado” contra su sucesora, en un episodio más de su imaginación activa.

Sin embargo, como he dicho, esta representación que se ha hecho sobre Andrés Manuel, no es exactamente sobre él, ni sobre quienes le apoyan, sino sobre los cambios. Cambios que son vistos como negativos por algunos, pero que están aquí, presentes, no por él ni por su partido, sino porque muestran las formas en que la sociedad ha cambiado. Por eso, aunque él se haya ido catorce meses, en realidad nunca se fue para ellos.

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