Columnas

Entre “Don vergas”, “los Viene Viene” , las Bicis Electricas y la criminalización disfrazada

El 15 de agosto, el Congreso de la Ciudad de México aprobó, a propuesta de la jefa de gobierno Clara Brugada, una serie de reformas a la Ley de Movilidad que, a primera vista, buscan ordenar el uso de la vía pública y regular la circulación de bicicletas eléctricas y scooters. El discurso oficial es el de la seguridad, la convivencia vial y la modernización de la capital. Sin embargo, un análisis más profundo revela que dichas medidas reflejan una mezcla de buenas intenciones, errores conceptuales y, en el peor de los casos, una estrategia recaudatoria disfrazada de política pública.

El tema de fondo no es menor: se trata de la disputa por el espacio público y el derecho de los ciudadanos a moverse en la ciudad de manera segura, eficiente y económica. Y es aquí donde la autoridad parece actuar con un doble rasero: se lanza con fuerza contra los llamados “Don vergas” que utilizan los lugares comunes y la vía pública como si fueran de su propiedad, pero al mismo tiempo golpea con dureza a quienes encontraron en los vehículos eléctricos personales una alternativa real ante el colapso del transporte público.

Todos hemos sufrido la prepotencia de esos vecinos o comerciantes que colocan estructuras, cubetas, sillas, cajas o cualquier objeto para apropiarse de la calle frente a su casa o negocio. Son los “Don vergas” que se sienten dueños del espacio público.

La decisión del gobierno de poner orden en este tema es correcta. Ningún ciudadano tiene derecho a privatizar lo que pertenece a todos. El espacio público debe ser respetado, y la autoridad tiene la obligación de garantizar que se use de manera equitativa y legal. Sin embargo, cuando se pasa de sancionar a regular, se corre el riesgo de caer en la criminalización de los sectores más vulnerables.

Los llamados “viene viene” son un ejemplo claro. Su existencia no es producto de la avaricia personal, sino de la falta estructural de empleo en la ciudad. Muchos de ellos son adultos mayores, desempleados o personas sin acceso a seguridad social que encontraron en esa actividad una forma de sobrevivir. Multarlos o encarcelarlos no soluciona nada; al contrario, agrava la marginación y convierte en delincuentes a quienes en realidad son víctimas de un sistema laboral excluyente.

Aquí el error de la administración capitalina es evidente: en lugar de atacar el problema de raíz —la falta de empleo formal y la precariedad laboral—, opta por medidas punitivas que ofrecen réditos electorales inmediatos y un espejismo de orden.

El otro eje de los cambios es todavía más polémico. Se establece que las bicicletas eléctricas y los scooters que superen los 25 kilómetros por hora o tengan más de 1 KW de potencia sean considerados vehículos motorizados, obligados a contar con placas, tarjeta de circulación y licencia para conducir.

El argumento oficial es la seguridad vial. Según la narrativa del gobierno, estos vehículos representan un riesgo porque circulan en banquetas, ciclovías o carriles del transporte público, y porque carecen de elementos de protección obligatorios como el casco. La solución, según los legisladores, es regularlos como si fueran motocicletas.

Pero la realidad es otra: no existe un solo dato sólido que justifique esa clasificación. Nadie en el gobierno capitalino puede responder preguntas básicas como cuántas bicicletas eléctricas y scooters se han vendido en la ciudad, cuántos accidentes han provocado o qué porcentaje de incidentes viales involucran a este tipo de transporte.

La verdadera razón detrás de las reformas parece ser la recaudación. Si hay un mercado creciente de estos vehículos, el gobierno quiere una tajada. Se trata de convertir a los usuarios en contribuyentes obligados, no de proteger su seguridad.

La pregunta fundamental: ¿por qué la gente los usa? El éxito de las bicicletas eléctricas y los scooters no es un capricho ni una moda importada de otras ciudades. Es una respuesta ciudadana al fracaso estructural del transporte público en la capital.

El metro está saturado, con retrasos constantes y estaciones en mal estado. El metrobús, aunque útil, es insuficiente para la demanda. Los taxis de aplicación se han encarecido al punto de ser prohibitivos para millones de usuarios. Ante ese panorama, una bicicleta eléctrica o un scooter se convierte en una alternativa viable: son baratos, ecológicos, permiten evitar el tráfico y funcionan muy bien para distancias cortas o medianas.

En lugar de castigar a los usuarios con más trámites y pagos, el gobierno debería reconocer que esta tendencia es el reflejo de una necesidad real. Son ciudadanos que buscan transportarse de manera práctica y económica en una ciudad cada vez más caótica.

Que se necesite regular no está en duda. Nadie defiende el caos en las calles. Es indispensable establecer normas claras para garantizar la convivencia entre peatones, ciclistas, automovilistas y usuarios de vehículos eléctricos personales.

Pero la regulación debe ser inteligente, no meramente recaudatoria. En lugar de imponer placas y licencias, se podrían establecer incentivos que realmente protejan a los usuarios. Por ejemplo, que la inscripción de una bicicleta eléctrica otorgue automáticamente un seguro contra accidentes o robos, subsidiado en parte por el gobierno. O que se implementen programas de educación vial masiva para conductores y peatones.

La clave es reconocer que se trata de un fenómeno de movilidad sustentable, no de un lujo. Penalizarlo es un error estratégico que va en contra de los objetivos globales de reducción de emisiones y mejora en la calidad del aire.

El discurso de la administración de Clara Brugada se presenta como progresista y orientado a la justicia social. Sin embargo, al aprobar estas reformas, el gobierno actúa más como un recaudador obsesionado que como un planificador urbano.

La contradicción es evidente: mientras presume programas de apoyo a la movilidad sustentable, al mismo tiempo encarece y burocratiza el acceso a ella. En vez de impulsar la transición hacia un transporte más limpio, pone obstáculos que solo benefician a la caja registradora del Estado.

Es el mismo error que se cometió en décadas pasadas con los microbuses o los taxis: se permitió que proliferaran sin regulación adecuada y luego se les criminalizó con medidas que solo generaron corrupción y desigualdad.

La reforma aprobada por el Congreso de la Ciudad de México es una oportunidad perdida. En lugar de dar un paso hacia un modelo de movilidad sustentable, moderno y accesible, se optó por medidas torpes, parciales y punitivas.

La ciudad requiere una transformación integral del transporte. Una estrategia que incluya mejorar el metro y el metrobús, incentivar el uso de bicicletas y scooters eléctricos, integrar seguros y educación vial, y garantizar que las calles sean espacios públicos y no feudos privados.

Pero mientras la lógica de las autoridades siga siendo la de castigar al débil y exprimir al usuario, los problemas de fondo seguirán intactos. Y lo peor: se reforzará la percepción de que la política pública en México no busca soluciones, sino negocios disfrazados de regulaciones.

El debate no es solo sobre bicicletas o scooters. Es, en última instancia, sobre qué ciudad queremos habitar: una donde el espacio público y la movilidad se usen como instrumentos de justicia social, o una donde las autoridades solo vean en cada rueda un pretexto para cobrar más. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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