Es bueno creer, pero siempre es mejor no creer. En especial en México, donde la política tiene el don de mezclar indignación legítima, oportunismo descarado, manipulación en redes y, cómo no, los viejos fantasmas del sistema político que se resiste a morir. Desde que comenzó la campaña en medios, hashtags y videos sobre la marcha del 15 de noviembre convocada por la supuesta “Generación Z” y el “movimiento del sombrero”, supe que era mejor mirar con mis propios ojos aquello que prometía ser —según quién lo contara— una insurrección civil, un acto de justicia, una celada de la derecha, un desafío al gobierno o, simplemente, una protesta más en la Plaza de la Constitución.
No es una crónica, lo dejo claro desde el inicio. No es la enumeración fría de los hechos minuto a minuto. Es un recuento de lo que vi y de lo que no vi, porque en México lo que no está a la vista dice tanto como lo que se exhibe a gritos. Esta no es la épica que quisieron vender algunos, ni la conspiración que otros denunciaron sin presentar prueba alguna. Es, más bien, el retrato de un país en donde el enojo es real, pero también lo es la tentación permanente de provocar incendios para después declararse víctimas del humo.
Antes de llegar al Zócalo, vale dedicar unas líneas al contexto porque, sin él, la historia se desfigura. La marcha no surgió de la nada; tuvo un detonante preciso: la indignación por el asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, ejecutado el 1 de noviembre por un menor de edad reclutado por el crimen organizado. El video de su asesinato, el dolor de su familia y la desconfianza generalizada hacia las instituciones de seguridad encendieron las protestas en Morelia, Uruapan y Apatzingán. En estas últimas, grupos no identificados aprovecharon la indignación para incendiar los palacios de gobierno. Una constante del México contemporáneo: la tragedia como combustible para el caos.
Pero ese no fue el único ingrediente. La marcha ocurrió pocos días después de que la Suprema Corte desechara los amparos de las empresas de Ricardo Salinas Pliego, obligándolo a pagar 48 mil millones de pesos en impuestos, multas y actualizaciones. El magnate respondió como acostumbra: con acusaciones, insultos y ataques directos al gobierno federal. Y, casualmente, la televisora de su propiedad decidió brindar una cobertura inédita a la convocatoria de la marcha. No lo había hecho antes. Lo hizo ahora. Cada quien saque sus conclusiones.
En redes, la polarización alcanzó niveles inflamables. De un lado, opositores al gobierno anunciaban que se vivía un “¡ya basta!”, una supuesta rebelión juvenil sin precedentes. Del otro, simpatizantes de la 4T aseguraban que era un burdo montaje patrocinado —cómo no— por partidos conservadores y fuerzas externas. Entre ambos extremos, el oportunismo usual: políticos que vieron la marcha como la plataforma que necesitaban para demostrar que “el pueblo” los respalda. Con ese escenario —y una larga tradición mexicana de convertir cualquier diferencia política en batalla campal— llegamos al sábado 15 de noviembre.
La manifestación o mejor dicho, la caminata inició a las 10 de la mañana y se extendió hasta las dos de la tarde. Desde Reforma hasta el Zócalo, pasando por Hidalgo y 5 de Mayo, miles avanzaron bajo un sol intenso. No fueron 17 mil, como aseguró la cifra oficial, pero tampoco una megamarcha. Lo suficiente para llenar las calles; lo suficiente para dejar claro que hay descontento; lo suficiente para que nadie pueda apropiársela del todo.
Sí había jóvenes, aunque no eran el grupo mayoritario ni eran exactamente la “generación Z” que algunos comentaristas imaginaron como ejército libertario. También había adultos mayores, familias, profesionistas, estudiantes universitarios, opositores tradicionales a Morena y tantos otros que encontraron en esa marcha un espacio para expresar su inconformidad con el gobierno de Claudia Sheinbaum.
El Zócalo amaneció cercado con muros metálicos. Aun así, se podía ingresar por 5 de Mayo, 20 de Noviembre y Tacuba. A las doce del día entró el primer contingente por 5 de Mayo. Una hora después, llegó el Movimiento del sombrero, encabezado por la abuela de Carlos Manzo, en silla de ruedas, en una imagen que conmovió incluso a quienes no compartían la convocatoria a la marcha.
Las consignas fueron duras. Muy duras. Acusaciones de colusión entre gobierno y crimen organizado; reclamos por medicinas; gritos de “¡Fuera Claudia Sheinbaum!” y “¡Fuera narco gobierno!”. En dos enormes pintas frente a Palacio Nacional se repetían las acusaciones, acompañadas del nombre de Carlos Manzo convertido en bandera.
La protesta fue pacífica. No hubo templete ni oradores. No hubo discursos incendiarios ni líderes visibles. La gente entraba al Zócalo, permanecía unos minutos, algunos cantaban el himno, otros ondeaban banderas y se retiraba. Había enojo, sí. Había dolor, también. Pero no había violencia.
Lo único fuera de lo común fueron los cuetes que algunos manifestantes lanzaron al otro lado del muro, así como los golpes rítmicos contra las barreras metálicas. Actos de protesta, no de destrucción.
Hacia la una y media de la tarde, se provocó un cuello de botella entre quienes entraban y salían por 5 de Mayo. Pero incluso ahí la tensión no pasó de empujones y caos momentáneo. La marcha —la manifestación propiamente dicha— había cumplido ya su ciclo: expresar indignación por el asesinato de Carlos Manzo y reclamar seguridad, justicia y atención.
Hasta ese momento, lo que se vivía era una protesta legítima. Dura, crítica, incómoda para el gobierno, pero pacífica. La manifestación del 15N pudo terminar ahí. Y habría sido recordada como un episodio más de participación ciudadana. Pero no terminó ahí.
La provocación. A las dos de la tarde, cuando los asistentes ya se retiraban y el Zócalo comenzaba a vaciarse, ocurrió lo que cambió por completo el relato del día.
Por la calle de 5 de Mayo ingresó un grupo de alrededor de 200 personas. Llegaron sin haber participado en la protesta original. Llegaron al final, no al principio. Iban encapuchados, vestidos de negro o de colores oscuros, cargando mochilas voluminosas. Su sola presencia anunciaba lo que estaba por ocurrir. No era el llamado Bloque Negro, su complexión física, su manera de actuar era diferente al perfil de los anarquistas sin utopía presentes en movimientos sociales desde el 2020.
No llegaron a protestar. Llegaron preparados para destruir, para provocar. Lo primero que hicieron fue atacar el muro de resguardo de la Catedral Metropolitana. Luego —de forma coordinada— se trasladaron a Palacio Nacional. Ahí, durante casi una hora, usando alicates, pinzas, cadenas y esmeriles, derribaron varias secciones de la barrera metálica. Era una acción premeditada. Nadie llega a una marcha con un esmeril en la mochila por casualidad.
Lo peor ocurrió después: al grupo inicial comenzaron a sumarse personas que sí habían asistido a la marcha pacífica. Personas sin capucha, sin herramientas, pero que decidieron acompañar la destrucción del muro. Es ahí donde la protesta legítima se mezcló con la violencia inducida. Y donde la línea entre indignación y manipulación se volvió más difícil de trazar.
Mientras tanto, otro grupo atacó las instalaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Varios lograron trepar hasta las ventanas, romper vidrios y golpear muros. El personal de seguridad resistió desde dentro para evitar que entraran al edificio.
La policía —criticada antes por supuesta ausencia y después por supuesta brutalidad— contuvo al principio y dispersó después, hacia las 3:30 de la tarde. Fue entonces cuando comenzaron los forcejeos, los golpes y los arrestos. En videos se ve a un policía siendo brutalmente golpeado por manifestantes. En otros se observa a elementos de seguridad golpeando a jóvenes o deteniendo a menores de edad.
A esa altura, el grupo violento inicial se dispersó por diferentes calles del Centro Histórico: Tacuba, 5 de Mayo, 20 de Noviembre. Y desapareció con la misma rapidez con la que había entrado.
En redes sociales comenzaron a circular fotos de supuestos francotiradores en las azoteas de Palacio Nacional. Versión falsa, pero eficaz para alimentar la narrativa del enfrentamiento épico entre un gobierno opresor y jóvenes heroicos. Cualquiera que entienda un mínimo de operaciones tácticas sabe que un francotirador nunca está expuesto a plena vista. Pero en redes sociales la verdad importa menos que la fotografía borrosa que confirme prejuicios.
Después vino lo inevitable: el combate narrativo. Los opositores al gobierno acusaron represión brutal contra jóvenes indefensos, presentando como víctimas a quienes horas antes destruían muros con esmeriles. Los simpatizantes del gobierno minimizaron la marcha pacífica y culparon a la derecha de orquestar una operación de violencia para desestabilizar al país.
Nadie reconoció la complejidad del día: la protesta legítima sí existió; la violencia organizada también. Y una no invalida a la otra.
Gobernadores y legisladores —al mejor estilo de los viejos desplegados priístas— publicaron comunicados de condena a la violencia y apoyo a la presidenta. Influencers opositores hablaron de insurrección juvenil. Voceros oficialistas hablaron de golpe blando. Las redes se incendiaron. Se desató un linchamiento cruzado: unos culpando al gobierno, otros culpando a la oposición, todos gritando, nadie escuchando.
La presidenta Claudia Sheinbaum apareció con un mensaje llamando a la paz, condenando la violencia y reiterando que los jóvenes deben ser escuchados. Nada fuera de lugar. Pero tampoco suficiente para frenar la narrativa de confrontación que ya había tomado vuelo.
La Fiscalía de la Ciudad de México anunció que investigaría los hechos. La tiene fácil: basta revisar las cámaras de acceso al Zócalo para identificar a los encapuchados que iniciaron la violencia. De seguir el rastro completo —desde su llegada hasta su huida— seguramente se encontrarían sorpresas. Y tal vez respuestas incómodas para más de un actor político o mediático.
En México la verdad tiene dos enemigos naturales: la impunidad… y la conveniencia política. La marcha del 15N no fue un fracaso, como dijo el gobierno. Pero tampoco fue la revolución de la generación Z, como aseguraron sus promotores. Fue una protesta con causas legítimas: indignación por el asesinato de Carlos Manzo; miedo ante la inseguridad; hartazgo por un país que parece caminar siempre al borde del abismo.
Pero también fue el ejemplo perfecto de cómo actores organizados pueden infiltrarse en cualquier movilización para convertirla en un conflicto, para generar caos, para destruir símbolos, para provocar al Estado y forzar una respuesta que después pueda ser utilizada políticamente.
Lo que ocurrió el 15N es grave no por las bardas derribadas ni por los vidrios rotos. Es grave porque, una vez más, se jugó con fuego en tiempos de sequía. Y cuando todos juegan con fuego —gobierno, oposición, medios, influencers— el incendio lo termina pagando el país entero.
La responsabilidad exige distinguir: Entre quienes marcharon por justicia y quienes llegaron a provocar. Entre quienes tienen dolor auténtico y quienes lucran políticamente con ese dolor. Entre jóvenes que protestan y adultos que manipulan. Entre la crítica válida y la provocación programada.
Porque si se confunde todo, si se mezcla la protesta con la violencia, si se permite que 200 encapuchados definan la historia de miles, entonces perdemos todos.
La marcha del 15 de noviembre mostró un país indignado, polarizado, emocionalmente saturado y políticamente inflamable. Mostró también la fragilidad de la plaza pública, donde cualquier causa legítima puede ser secuestrada por grupos que buscan el enfrentamiento.
La protesta merece respeto. La violencia merece condena. Y la provocación merece investigación.
Pero, sobre todo, México merece responsabilidad. De todos. Del gobierno, que debe garantizar seguridad sin caer en excesos. De la oposición, que debe dejar de apostar al caos para obtener réditos. De los medios, que deben informar sin incendiar. De quienes marchan, que no deben permitir que su indignación sea utilizada por otros.
Nuestro país no está para juegos. No está para que se utilice el dolor de una familia, la desesperación de una comunidad o la rabia de una generación como combustible para ambiciones políticas. No está para que se normalicen los esmeriles en una manifestación. No está para que los insultos sustituyan al diálogo, ni para convertir la plaza pública en campo de batalla permanente.
El 15N nos recordó algo fundamental: la democracia no se construye a golpes, ni con bardas derribadas, ni con bots, ni con videos manipulados. Se construye escuchando, dialogando y asumiendo que México es demasiado grande para reducirlo a un pleito entre dos bandos que se odian.
Hace falta más responsabilidad. Mucha más. Y hace falta algo todavía más difícil: la capacidad de no jugar con fuego cuando todo el país está lleno de pasto seco.
Porque incendiar es fácil. Lo difícil —lo verdaderamente difícil— es evitar que el país vuelva a arder.
Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz












