Columnas

La nueva era del narcotráfico: Destrucción ecológica y drogas sintéticas

A principios de octubre de este año (2025), el gabinete de seguridad nacional anunció el decomiso de 2,750 kilos de metanfetamina en Tamazula. Fue uno de los más relevantes de la historia reciente en México y, al mismo tiempo, una de las expresiones más claras de la potencia que el narcotráfico ha alcanzado en la industria química global. No hablo de las improvisadas cocinas de fentanilo reportadas por The New York Times en diciembre pasado —remedos incapaces de sostener la producción de toneladas de drogas sintéticas que cada año se consumen en Estados Unidos—, sino de complejos industriales con capacidad de inundar mercados internacionales enteros.

El narcotráfico ya no opera desde la sombra. Se muestra abiertamente como una empresa multinacional criminal, innova en logística, perfecciona la producción y circulación de mercancías y mueve capital a una velocidad imparable. Diversifica sus mercados e imaginarios culturales, promueve músicos, marcas de ropa y explota ilegalmente recursos naturales. Con ello sostiene sectores de la economía formal, lavando ganancias en bienes raíces, finanzas, bancadas y comercio global.

En este sentido, los carteles como el de Sinaloa o el Jalisco Nueva generación se parece más a corporaciones como Tesla o Microsoft que a la “tiendita de la esquina”. Comparten con ellas la misma acumulación de gran capital y también la aceleración tecnológica que despoja territorios, exprime recursos y consume vidas humanas.

En lo que va del sexenio se han desmantelado 1,564 narcolaboratorios. Hace seis meses, en Zacatecas, se halló el más grande: 395 mil metros cuadrados ocultos en la sierra, equipados con reactores, mezcladoras y condensadores capaces de producir casi 28 toneladas de metanfetamina, equivalentes a 698 millones de dosis y aproximadamente 3.49 mil millones de dólares de ganancias en las calles. La comparación histórica es inevitable. En 2009, bajo la administración de Felipe Calderón, se localizó un mega complejo de 240 hectáreas, que por cierto fue decomisado y después puesto en operación por Genaro García Luna, secretario de seguridad de seguridad pública de la nación en ese tiempo y hoy sentenciado en Estados Unidos por narcotráfico, enriquecimiento ilícito y vínculos con el crimen organizado. Podemos decir que la escala industrial no es nueva, lo que ha cambiado es su capacidad de multiplicación y sofisticación: cada gran laboratorio funciona como un Silicon Valley de drogas clandestino.

Este fenómeno no es aislado. Según la UNODC, en 2023 la superficie de coca en Sudamérica alcanzó 253,000 hectáreas, con un incremento del 53 % respecto al año anterior. Mientras tanto, la esquizofrénica presión arancelaria de Donald Trump marca la pauta de los datos sobre producción y consumo de drogas, aunque las muertes por sobredosis han mostrado una ligera caída en 2024–2025, la magnitud sigue siendo brutal. La crisis actual hace que el Woodstock de los sesenta parezca un jardín de niños, ya no se trata de viajes colectivos trazados por guitarras eléctricas y anarquismo juvenil, sino de opioides sintéticos de colores, símbolos de una vida narcoglam, pero también de personas comunes que consumen en su día a día con trabajos ajenos a la vida nocturna y que terminan enganchados viviendo en las calles despojados de toda dignidad. El narco opera a todas horas, convirtiéndose en un perfecto engranaje del gran capital.

Como cualquier empresa extractiva, el narcotráfico explota mano de obra precarizada, opera como si todo fuera infinito y deja a su paso un rastro de devastación sanguinolenta. Instala miles de laboratorios en sierras, selvas, bosques, desiertos y manglares, desplazando comunidades campesinas e indígenas y expulsando fauna local. Sobre todo, arroja toneladas de desechos químicos a ecosistemas frágiles. Según la UNODC, por cada kilo de metanfetamina producido ilegalmente se generan seis kilos de residuos tóxicos. En Sinaloa, los manglares que antes eran refugio de camarones hoy guardan cilindros oxidados de química clandestina. Una investigación de Quinto Elemento Lab advierte que los espacios contaminados por estos laboratorios pueden tardar hasta 25 años en recuperarse.

La nueva era del narcotráfico se mide en laboratorios, en la producción y transporte de precursores químicos, en la sofisticación de las armas y en sus redes internacionales de capital. Quizá ya no tenga sentido preguntar si el narcotráfico está presente en el Estado contemporáneo, más bien deberíamos reconocer que es parte constitutiva del capitalismo global, una forma de su propia crisis. Y, la pregunta de fondo es otra: ¿el daño ecológico, social y de salud visible lo convierte en la empresa capital por excelencia, es decir en su forma más radical y violenta posible? Porque hoy no bastan las balas para contener este mercado, ni siquiera basta la legalización de las drogas, estamos frente a una gran industria que ha alcanzado un gran desarrollo en pro de la destrucción da la humanidad misma.

Ríos envenenados, montañas taladas, cuerpos desaparecidos, todo es parte de un mismo circuito de acumulación violenta, como escribió Bolaño en 2666: «el mal no se detiene, sólo cambia de nombre, de rostro, de método». Lo incómodo es constatar que el crimen no es una anomalía, sino el lenguaje del capital mismo, el narcotráfico es ya una de las expresiones más crudas de la economía política de nuestro tiempo.

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