Como se prometió desde la campaña para la elección de 2024, los partidos en el gobierno han comenzado ahora un proceso para llevar a cabo una reforma electoral profunda, que cambie tanto las reglas como las instituciones de nuestro país en esta materia.
Inicio diciendo esto porque es algo que se tiene que decir siempre en los casos de las grandes transformaciones: que éstas fueron anunciadas y prometidas (como es este caso, o el de la reforma judicial) o bien que fueron ocultadas y que la gente no votó por ello. En este caso, como en todos los otros que Morena y sus aliados han llevado adelante, la situación es clara: la gente votó sabiendo que se haría eso. Es más, mucha gente voto precisamente porque se haría eso.
Esto no significa, claro, que todos aquellos que votamos por el actual gobierno hayamos estado de acuerdo con todas las propuestas presentadas, ni tampoco que como ya votamos por ellas, tengamos que aceptarlas sin crítica o rechazo alguno. Lo que si significa, es que no podemos hacernos los sorprendidos, y que tenemos que reconocer que sabíamos que era eso lo que se proponía, que fue eso lo que se votó y que ahora lo tenemos enfrente.
En el caso de la reforma política, desde el inicio -y debido a mi experiencia en la materia- indiqué que existían elementos que me parecían totalmente indispensables y otros que consideraba profundamente peligrosos. Si, que debe mejorarse por ejemplo, la configuración distrital del país, debe buscarse una disminución de la sobre representación y generar espacios de menor dependencia económica de los partidos de los recursos públicos.
Pero tomando ese último punto, podemos ver que ninguna cosa es tan simple y lineal como parece a primera vista. La búsqueda de menores recursos públicos para que los partidos realicen sus actividades, en la práctica se ha convertido en una privatización de los espacios de decisión interna de los partidos en otros lados del mundo. Porque lo que ha permitido, es que los grandes capitales tengan la capacidad de llegar con recursos, dinero, trabajadores, y cooptando a los militantes tradicionales, imponer sus puntos de vista, incluso de una manera chantajista, amenazando retirar sus recursos si no se presentan ciertas propuestas legislativas, si no se hacen cambios normativos, reglamentarios o se autorizan cuestiones que benefician sus intereses…
En este sentido, Estados Unidos de América es el paradigma por excelencia. Los dos partidos mayoritarios son totalmente dependientes de los “super packs” que son grandes paquetes de inversión que grupos de interés colocan en ellos a cambio de beneficios presentados contractualmente de antemano. Incluso dentro de los partidos, cada candidato se ve en la necesidad de buscar benefactores privados que ayuden a desarrollar sus campañas y acortar distancias con los otros candidatos, que hacen lo mismo. El congreso de ese país tiene una figura regulada llamada “lobista” que se trata básicamente de gente que representando intereses particulares, promete a políticos en activo beneficios económicos para apoyar leyes o reformas que desean, y en donde cada uno de esos políticos sabe que si rechaza el apoyo, alguien dentro de su partido que quiere esa posición lo va a aceptar para tener ventaja económica en las siguientes elecciones internas, pudiendo quedar fuera de su posición.
Esto, que en otras circunstancias sería llamado simplemente de “soborno” o “chantaje” bajo la lógica de la privatización del espacio político es entendido como un mecanismo institucional legítimo. Porque debemos tenerlo claro, si un grupo por ejemplo, de trabajadores organizado, llegara a decirle a su diputado que tiene que votar para mantener las reglas actuales de conservación del agua para que la fábrica de su distrito se mantenga trabajando como hasta ahora, probablemente no serían ni siquiera recibidos. Al final del día, aunque los trabajadores sean muchos más y sus votos sean cuantitativamente más, existen cálculos que permiten saber cuánto dinero se necesita para un nuevo voto en caso de perder el de alguien y los grandes capitales saben eso a la perfección.
Debido a ello, la disminución simple de recursos para los partidos, puede ser un gran problema para la democracia. Hasta hace no mucho, la gente hablaba de los problemas que “el dinero del narco” iba a dar en la elección judicial. Pero nadie habló de los apoyos de las grandes empresas a candidatos, como si eso fuera algo que “no sucediera”. Por ello, considero, las reglas de reducción de presupuesto deben ser no sólo muy bien articuladas, sino también contemplar una serie de medidas efectivas para impedir la integración de este tipo de mecanismos a nuestro sistema.
De la misma forma, el que quizá sea el mayor peligro para nuestro sistema, es algo que tiene mucha popularidad: la disminución o incluso desaparición de los funcionarios elegidos de manera indirecta, por listas de representación proporcional, es decir, los llamados “plurinominales”. Cualquier persona que tenga dos dedos de frente puede observar que esas listas de plurinominales se han convertido, desde su creación, en el espacio donde todos los impresentables de los partidos son colocados para tener un puesto. Nadie coloca como plurinominal a una de sus figuras más representativas o populares para que la gente vote por su partido, especialmente porque como tenemos un sistema mixto que tiene legisladores electos de forma directa, la lista de plurinominales se beneficia, más bien, por quienes se colocan en los diferentes distritos y estados para ser votados directamente, y es por eso que los “buenos candidatos” suelen ser colocados ahí. Existen por supuestos, excepciones: gente que son muy buenos funcionarios, pero que por alguna característica no pueden ser buenos candidatos directos, pero, siendo honestos, ellos conforman una minoría.
A pesar de ello, no podemos engañarnos: el problema con este mecanismo no está en que exista, sino en la natural perversión del poder de todo aquello que toca. Si las listas han servido para proteger a los impresentables, esto no es porque “deba ser así”, sino porque no tenemos mecanismos democráticos que nos permitan elegir a quienes estarán en estas listas. Eliminar a las listas de los plurinominales no hará que los impresentables de los partidos queden fuera de la política nacional, sino que, como en todos los casos en que mecanismos así han sido eliminados, que la calidad de los candidatos directos disminuya: si esos impresentables consiguen quedar en las listas no es por alguna especie de milagro, sino porque saben pragmáticamente jugar en el espacio de lo político. Y mañana, estarán como candidatos, o como asesores, o como funcionarios que no necesitan ser electos para estar ahí. Y si lo necesitan, encontrarán los caminos para ganar. Con más trabajo, tal vez, pero lo harán.
Al mismo tiempo, la eliminación de la representación proporcional aumenta de manera gigantesca la sobre representación de los partidos ganadores. Por poner un ejemplo, si no existieran las listas plurinominales, un partido en México podría obtener el 100% de los diputados sin obtener el 50% de los votos. Es más, dependiendo del número de partidos en contienda, el porcentaje podría ser cada vez menor.
Muchos países por ello, no tienen diputados o senadores de elección directa, sino listas nacionales para “representar mejor” la voluntad del pueblo. En mi caso, tampoco estoy de acuerdo con esa respuesta, especialmente porque eso aumenta los problemas mencionados sobre la opacidad al interior de las listas.
Se sabe ya en todos lados que los plurinominales surgieron para evitar que los partidos “grandes” se quedaran con todo. Especialmente cuando en números totales en realidad no eran tan grandes como aparentaban -miren ustedes por ejemplo la ingeniería que hizo Trump en las últimas elecciones para ganar ciertas colonias, ciertos distritos, ciertos estados, aunque abandonaran otros para ganar la elección-. Se crearon para escuchar las voces de aquellos que votamos por partidos que no obtienen victorias directas, pero que somos suficientes para ser escuchados.
¿Cuál sería entonces mi propuesta? Mantener los plurinominales. Aumentar en porcentaje incluso. Disminuir el número total de legisladores y recalibrar los distritos electorales para evitar que 40 mil personas puedan elegir un diputado, mientras que 100 mil en otro distrito no alcancen para ello.
Ese trabajo es mucho más fino que una eliminación total, pero es, desde mi perspectiva, lo que debe ser hecho. Más importante aún, creo que es lo único verdaderamente democrático.
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