La renuncia del Fiscal General de la República, Alejandro Gertz Manero, anunciada el jueves 27 de noviembre, dos años antes de haber concluido el periodo constitucional para el que fue nombrado, abrió un capítulo inevitablemente político en la vida pública del país. Su salida, aprobada con premura por el Senado, desató el oleaje habitual de hipótesis, rumores y lecturas entre líneas que acompañan a toda renuncia de alto nivel, pero que en este caso adquieren un matiz especial: no se trató solo de la renuncia de un fiscal, sino del fin de un ciclo marcado por la controversia, la opacidad y un modelo institucional que hace agua desde su diseño y operación cotidiana.
El hecho tiene además una consecuencia inmediata: el inicio del proceso de elección de quien encabezará la Fiscalía General de la República (FGR) en los próximos años. Otra vez el Senado será el escenario de una disputa soterrada entre intereses políticos, equilibrios partidistas y aspiraciones personales que, bajo el discurso de la autonomía, suelen disfrazarse de técnica, imparcialidad y mérito profesional. Sin embargo, antes de discutir el perfil ideal del próximo fiscal, conviene mirar con detenimiento lo que representa la salida de Gertz Manero y, sobre todo, lo que su gestión revela sobre las fallas estructurales, coyunturales y personales de la procuración de justicia en México.
Porque más allá de las críticas —muchas de ellas justificadas—, el balance no puede hacerse únicamente desde la lente personal. Gertz Manero no operó en el vacío, sino en un aparato históricamente deteriorado, corroído por la corrupción, sometido durante décadas al poder político y hundido en una crisis de capacidad que ni siquiera los esfuerzos de reforma de los últimos treinta años han logrado revertir. Y, sin embargo, también es cierto que tuvo margen para actuar, que recibió un respaldo presidencial pleno y que, al final, se marchó dejando más sombras que claridades en los expedientes más relevantes del país.
Este artículo propone, por tanto, un análisis dividido en tres dimensiones: la estructura que condiciona a cualquier fiscal; la coyuntura política del gobierno de López Obrador y Claudia Sheinbaum; y las decisiones personales que marcaron la gestión de Gertz Manero. Solo bajo esta lectura es posible entender por qué la Fiscalía General camina hoy en el filo de la irrelevancia y qué tipo de fiscal debería asumir el cargo para evitar que los próximos años repitan el mismo ciclo de simulación institucional.
La primera pregunta que vale la pena formular es la más dolorosa: ¿cuándo se pudrió la procuración de justicia en México? No basta con decir que está en crisis; hay que entender la profundidad del deterioro. La FGR —como antes la PGR— no es simplemente una institución rezagada o incompleta: es una estructura que desde hace décadas dejó de operar como un sistema de procuración de justicia y se convirtió en un mecanismo híbrido de control político, negociación con élites criminales y administración burocrática del abandono.
Su crisis, por lo tanto, no es reciente. Viene desde los últimos años de Gustavo Díaz Ordaz, cuando el uso de la fuerza del Estado se aplicó sin controles legales y sin distinciones entre oposición, disidencia o criminalidad. Bajo Luis Echeverría, la procuración de justicia se integró a la maquinaria de la guerra sucia, mientras que con José López Portillo se degradó hasta el punto de fusionarse el policía judicial, las “madrinas” y el delincuente como triángulos indistinguibles de un mismo ecosistema.
Miguel de la Madrid intentó con su “renovación moral” depurar un aparato que ya estaba corroído hasta la médula. Carlos Salinas de Gortari quiso modernizarlo, pero lo que construyó quedó inconcluso y administrado desde la lógica política, no desde la justicia. Vicente Fox llegó con una agenda de transición democrática que nunca se tradujo en profesionalización real del sistema de procuración de justicia; y con Felipe Calderón, la PGR se convirtió abiertamente en un instrumento para saldar cuentas políticas a nivel federal y estatal.
Enrique Peña Nieto apostó por la mayor reforma penal en décadas —la transición de un sistema inquisitivo a uno acusatorio— y, junto con ella, el tránsito de procuradurías a fiscalías. La intención era clara: construir autonomía, profesionalizar a los Ministerios Públicos y trasladar la parte investigadora a estructuras modernas. Pero, otra vez, la reforma quedó en medio camino. Cambió el nombre, pero no la naturaleza. Cambió la fachada, pero no la cultura institucional.
La consecuencia está a la vista: un índice de impunidad que supera el 90%. Y esta cifra no es una exageración retórica, sino la evidencia más clara de que las fiscalías no pueden investigar, no saben investigar o no quieren investigar.
Las carencias son brutales: policías de investigación mal pagados, mal capacitados y, con frecuencia, infiltrados; laboratorios forenses obsoletos; ausencia de protocolos reales de actuación; legislaciones punitivas, inoperantes y contradictorias; subordinación política en casos sensibles; rezagos inevaluables en expedientes congelados, duplicados o abandonados.
La procuración de justicia en México no solo está rota. Está diseñada para no funcionar.
El año 2018 marcó un cambio político profundo. Andrés Manuel López Obrador llegó con un mandato masivo para transformar el país, y entre sus promesas centrales estaba la regeneración del sistema de justicia. Se habló de combatir la impunidad, de enfrentar la corrupción y de abrir un nuevo capítulo para las instituciones encargadas de garantizar la legalidad.
El discurso era potente, pero el método elegido fue insuficiente: se apostó por nombrar a un fiscal con trayectoria y supuesta capacidad; se confiaba en que un liderazgo fuerte bastaría para corregir décadas de deterioro; se acompañó el nombramiento con incrementos de penas en delitos de alto impacto, como si la severidad normativa sustituyera la capacidad de investigar. Nada de eso funcionó.
En vez de un rediseño profundo de la Fiscalía, se optó por mantener intactas las estructuras operativas, burocráticas y administrativas. Se respetó —o se toleró— la vieja cultura institucional. No hubo transformación; hubo continuidad.
Por eso, más allá de los discursos presidenciales y del respaldo inicial al fiscal, la FGR permaneció atrapada entre dos tensiones: las expectativas políticas del nuevo gobierno, que buscaba resultados rápidos en casos emblemáticos; las inercias internas, que bloqueaban toda tentativa de cambio profundo.
En este contexto, la figura del fiscal adquirió un protagonismo que rebasaba lo institucional. Gertz Manero se convirtió en uno de los funcionarios más cercanos al presidente y en un personaje clave para ejecutar la narrativa de combate a la corrupción. Sin embargo, su gestión terminó replicando los vicios de sus antecesores: discrecionalidad, opacidad y una agenda de prioridades dictada desde el poder político, no desde las necesidades del país.
Alejandro Gertz Manero llegó a la Fiscalía con un respaldo total del presidente. Su trayectoria en seguridad pública y sus vínculos con el lopezobradorismo lo colocaron en una posición privilegiada. No obstante, su gestión de siete años dejó una lista de pendientes que hoy pesan más que sus aciertos.
Los casos más emblemáticos —y más mediáticos— quedaron sin resolverse o sin avanzar de manera sustancial: La Estafa Maestra, símbolo de corrupción sistémica; Odebrecht, el escándalo internacional que en México sigue sin responsables de alto nivel; Ayotzinapa, donde se desarticuló una “verdad histórica” sin construir una verdad judicial; el caso Emilio Lozoya, convertido en un espectáculo sin sentencias; los expedientes sobre el crimen organizado, como La Barredora o Rancho Izaguirre, que quedaron en el limbo.
Más grave aún es aquello que no aparece en los titulares, pero que define el verdadero funcionamiento de la Fiscalía: los miles de expedientes detenidos, congelados, olvidados en escritorios saturados o en manos de Ministerios Públicos sin herramientas ni supervisión.
Su peor legado no está en los grandes casos inconclusos, sino en la incapacidad cotidiana de la FGR para procesar, investigar y presentar ante los jueces delitos de orden federal, financiero o de corrupción.
A nivel político, la figura de Gertz también se vio marcada por controversias personales, decisiones cuestionadas, filtraciones de audios y conflictos familiares que, lejos de fortalecer la autonomía institucional, la volvieron vulnerable y objeto de disputa mediática.
Su salida anticipada solo vino a confirmar que el desgaste era ya irreversible.
La pregunta inevitable: ¿qué tipo de fiscal necesita México? Al revisar los problemas estructurales y coyunturales, queda claro que ningún fiscal, por brillante o honesto que sea, puede transformar la FGR por sí solo. Pero también es cierto que el liderazgo importa. Importa la visión, importa la ética y, sobre todo, importa la independencia.
México no necesita un fiscal cercano al poder, sino un fiscal cercano a la justicia. No necesita lealtades políticas, sino lealtades constitucionales. No necesita discursos, sino capacidad técnica y autoridad moral.
El nuevo fiscal —sea quien sea— enfrentará un aparato debilitado en todos sus frentes. Tendrá que reconstruir estructuras internas, profesionalizar a los Ministerios Públicos, sanear las policías de investigación y replantear la relación de la Fiscalía con el Poder Ejecutivo.
El reto es monumental, pero no imposible. Sin embargo, requiere una condición indispensable: una reforma profunda que vaya más allá del nombramiento. De nada servirá elegir a una persona honorable si la institución mantiene las mismas prácticas, inercias y estructuras que la han condenado al fracaso por décadas.
Lo que está en discusión no es solo un nombramiento. Es la posibilidad de construir una Fiscalía verdaderamente autónoma, profesional, moderna y comprometida con la justicia, no con los intereses del gobierno en turno.
La renuncia de Alejandro Gertz Manero no debe leerse como una simple sucesión institucional. Es un punto de quiebre que obliga a desnudar lo que la FGR es hoy: un aparato que apenas funciona, con una cultura política heredada de décadas autoritarias y un marco legal que no corresponde a las necesidades de un país con niveles de violencia y corrupción tan profundos.
El retiro del fiscal abre una ventana de oportunidad, pero también una advertencia. Si el proceso de designación reproduce la lógica de cuotas, lealtades y acuerdos políticos, la Fiscalía seguirá siendo un órgano decorativo, incapaz de enfrentar la impunidad que devora al país.
Lo que está en juego es mucho más que un nombramiento. Es la credibilidad del Estado mexicano en su capacidad —o incapacidad— para hacer justicia. El primer requisito es innegociable: necesitamos a alguien leal a la justicia, no al poder.
Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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