Columnas

La técnica jurídica importa

El conocimiento técnico del derecho es, en muchos casos, contrarios a lo que el pensamiento intuitivo o de “sentido común” piensa en un caso determinado. Es normal; después de todo, se trata de una disciplina que tiene su propio lenguaje, que si bien está basado en el lenguaje coloquial, impone sus propios sentidos a las palabras. Pongo aquí un ejemplo: para el derecho la palabra “persona” no significa “ser humano”, sino todo ente con capacidad jurídica de goce y ejercicio. Por ello, las empresas son personas dentro del derecho -pues tienen capacidad jurídica-, mientras que los fetos no lo son y es la razón por la cual algunos seres humanos en el pasado -como los esclavos o las mujeres- no fueran considerados jurídicamente personas, aunque si se reconociera su humanidad.

En este sentido, el conocimiento técnico del derecho importa, y mucho. La reforma en derechos humanos de 2011, permitió que muchas empresas pudieran hacer costosísimos juicios y procedimientos en contra de las autoridades administrativas y laborales, porque el reformado artículo 1º de nuestra constitución establecía que los derechos humanos eran aplicables a todas las personas sin ningún tipo de posibilidad de distinción, y no, como quería decir el legislador, a todos los seres humanos. De esta forma, muchos procedimientos administrativos, violaban algunos de esos derechos, pues estaban, como es obvio, pensados para proteger a seres humanos y no a empresas o entes colectivos. Un error de técnica jurídica, que costó millones y que requirió limitaciones jurisdiccionales -es decir, por parte de los jueces- pero que se mantiene hasta el momento (y tendrá que hacerlo hasta al menos, que tengamos una nueva constitución, pues no pueden “quitarse” de acuerdo con sus propias reglas derechos que han sido ya reconocidos).

Este problema sin embargo, no se ha limitado a ese caso concreto, ni tampoco es algo exclusivo de algún partido o preferencia política. Podemos ver como una buena demostración, la forma en que algunos abogados defendían “jurídicamente” la idea de que los Ministros de la Suprema Corte de Justicia tenían una obligación jurídica de vestir una toga para sus sesiones, porque existe una supuesta reglamentación de los años 40 donde se menciona ello.

Claro, uno puede pensar desde el sentido común que si dicha obligación está en un enunciado de algo que parece “legal” entonces es una obligación jurídica, pero esto no es así. Cuando una supuesta orden (mandato) no establece ningún efecto jurídico para su cumplimiento o incumplimiento -en palabras sencillas, si dentro de un texto jurídico se dice que debemos hacer algo, pero después no se nos dice que va a haber un castigo si no lo hacemos o un premio por hacerlo- estamos ante lo que se llama un enunciado normativo jurídicamente irrelevante. Es decir, un texto que busca que la gente se sienta obligada a hacer algo, aunque jurídicamente no lo está. Más importante tal vez, no podría estarlo, porque el derecho ha reconocido que las personas tienen derecho a su identidad cultural y a la manifestación de su propia imagen, con limitaciones muy pequeñas por motivos de seguridad, salud, visibilidad o similares, y nunca porque otros quieran que te vistas de una manera u otra.

Ese episodio resulta, para mi gusto, simplemente anecdótico. Por ello, no le he tratado de forma general. Por principio, porque me parece una discusión vacía que no tiene mucho impacto en la vida de la gente, ni siquiera en la capacidad de trabajar como juez -es el equivalente, en el mundo jurídico, de discutir sobre que traje de la alfombra roja de los Oscar es más bonito-. Otros, sin embargo, son más importantes y peor aún, están siendo construidos desde la izquierda.

Hace unos días, el Tribunal Electoral decidió, por dos votos contra uno, que la usuaria de X (Twitter) @KarlaMaEstrella, que había utilizado su cuenta para criticar la postulación y posterior candidatura de la ahora diputada federal Diana Karina Barreras, había cometido violencia política de género, al poner de manifiesto el vínculo familiar que le une con otro político del partido Morena. De acuerdo con la visión mayoritaria de la Sala, la descripción de ese vínculo coloca en una relación de supeditación a la diputada Barreras, pues indicaría que ese vínculo y no el trabajo realizado por ella, era en realidad la relación de dicha candidatura.

El concepto “violencia política de género” ha sido articulado sin una buena técnica jurídica a lo largo de los años y presenta dentro de sí varios problemas en ese sentido. Por principio, no cumple con el principio de taxatividad o de estricta legalidad, que indica que para que una acción sea sancionable, tiene que estar explícitamente descrita de manera indubitable y que serán esas actividades y no otras “parecidas”, “similares” o “relacionadas” las que puedan servir para el inicio de la sanción estatal. Cuando se crean ese tipo de categorías se habla de “cláusulas abiertas”, es decir, elementos que permiten la discrecionalidad del juzgador para castigar ciertas cosas -porque aunque no “están ahí” podrían “interpretarse de ahí”-. Si mañana alguien piensa “oye pues es que aunque escribió eso, puede entender que quiere decir esto y eso es delito” … pues estamos entonces ante una ruptura del principio de taxatividad.

La necesidad de este principio es clara. El derecho moderno requiere ser previsto por quienes tienen que cumplirlo. Es decir, nosotros tenemos que saber con exactitud qué está prohibido y qué permitido para poder actuar como ciudadanos. Si hoy la regla “parece decir” algo, pero mañana podría decir otra cosa, entonces la predictibilidad del derecho no se cumple y con ello, puede ser utilizado simplemente para los efectos que la gente en el poder desea en cada caso -que es, debemos recordarlo, lo que ha pasado siempre en todo sistema jurídico, hasta el moderno, que inventó ese principio por ahí del siglo XIX-. Es uno de los elementos indispensables del estado de derecho.

En esta decisión igualmente, existe el problema de una amplificación de la idea de “violencia política de género” que resulta profundamente peligrosa. La idea, originalmente, se constituyó como una forma de contener los problemas estructurales, gigantes, que existen en nuestro país respecto a la cuestión de género y la violencia sistemática contra mujeres, por un lado y contra identidades y preferencias no hegemónicas por otro. Esto es innegable. Vivimos en un país donde de forma sistemática, la violencia se naturaliza contra todas las personas, y esto aumenta por cada condición de vulnerabilidad que aquella persona que lo sufre tiene. Las mujeres, las personas trans, la gente de la comunidad LGBTIQ, viven mucho más profundamente esos procesos de lo que lo harían si fueran hombres, heterosexuales con sus condiciones. No es que ellos “sufran más” que todos los hombres heterosexuales, sino que de tener esas condiciones junto con las suyas, el problema que enfrentan sería más manejable en su caso concreto.

Debido a ello, la falta de consenso en las fuentes utilizadas -derivadas, de nueva cuenta, de una mala técnica jurídica- ha generado que la gente entienda estos elementos de muchas maneras distintas. La usuaria de Twitter es, al igual que la diputada, mujer. Está criticando algo objetivamente existente: una relación familiar que, para ella, presupone nepotismo; lo hace desde su libertad de expresión, sin superar los límites de dicho derecho sobre delitos de odio, incitación al delito o daños a derechos de terceros y desde una posición de poder profundamente más precaria que una diputada federal. Esto es fácil observarlo precisamente por la decisión: en muchos otros momentos, hombres blancos, heterosexuales y ricos han realizado comentarios no parecidos sino infinitamente mucho peores contra funcionarias -pensemos en Ricardo Salinas Pliego, por poner el más escandaloso de los ejemplos- sin que el Tribunal haya reaccionado de la misma manera.

De esta forma, incluso a nivel simplemente de congruencia, la decisión resulta ridícula. Y lo es todavía más, porque al establecerse como límite de actuación con cláusulas abiertas, restringe y limita lo que las y los ciudadanos sienten que pueden hacer y decir a funcionarios que gozan de muchísimo más poder que ellos. Si criticar a alguien en el gobierno significa que mañana tenga que enfrentar al poder del estado porque he hecho “violencia política de género” -o “violencia moral” como en el caso del Senador Fernández Noroña- la crítica pública se desincentiva.

Como pueden ver, la técnica jurídica importa. E importa también, la razón para que ciertas personas finjan que no la poseen para hacer “equivocaciones” que abran oportunidades que beneficien al poder. El “error” de 2011 le significó ganancias millonarias a despachos de abogados, asesores políticos y empresas. El de ahora, se convierte en un ariete contra toda posible crítica que alguien decida no quiere aceptar. Mala señal para la democracia, y una muy buena demostración, de que en realidad, no son simplemente errores inocentes.

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