Estoy seguro que pocos se sorprenderán si digo que 2018 significó un cambio radical en la manera en que se hace y se piensa la política en nuestro país. No hablo sólo de partidos; incluso, dada la masiva migración que se ha dado hacia Morena -y en este sexenio hacia el PT y el Verde- por parte de los viejos políticos de siempre, quizá ese espacio sea en donde más puede problematizarse esa afirmación. Pero incluso ahí, con esas personas que estaban y que lograron continuar estando, se ve un cambio: de discurso, de posiciones, de “principios” -así, con comillas, como son todos los principios en la política institucional-.
Fuera de ese espacio, sin embargo, creo que es factible decir que todos sentimos que la política se vive de una manera diferente desde el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. Siempre fue un personaje polémico, que encendía pasiones muy diferentes en la gente, pero ese episodio significó algo diferente: significó la ruptura de una fantasía que algunas personas tenían sobre sí mismas y sus opiniones respecto a la sociedad y el gobierno.
Es normal pensar que las posturas propias son “la verdad”. El mundo como lo entendemos nos parece tan evidente, que cuando encontramos a personas que lo ven y lo piensan diferente, simplemente no logramos comprender por qué sucede eso. En algunas ocasiones, ni siquiera somos capaces de entender la forma en que ese otro lo entiende. No las razones por las que lo ve así, sino que eso que él ve nos resulta incluso invisible. Es como si alguien nos señalara una pared vacía y nos dijera que ese cuadro es más bonito que aquel que nosotros consideramos nuestro favorito.
Los sesgos son parte de la forma en que entendemos el mundo. Nuestra historia personal, los procesos educativos en que nos envolvemos, la gente con la que tratamos, la forma en que nuestro entorno interactúa con nosotros y nosotros con él, va moldeando los elementos que hacen que las cosas tengan sentido. Para quien nunca ha comido otra cosa que la comida de su ciudad, el parámetro para entender cuando una comida es “buena” o “mala” va a ser siempre una comparación con la buena y mala comida de su propia ciudad.
A pesar de ello, poca gente reconoce sus propias limitaciones en ese aspecto. Y eso también es normal. No se trata que la gente intente mentir o fingir: es que realmente no pueden ver de otra manera las cosas. O no al menos, si no es con el contacto honesto con otras formas de ver y entender el mundo, con otros sabores, con otras músicas, con otros universos. Después de todo, los sesgos -como aquello que de forma despectiva, es llamado como “ideología”- es siempre como el acento: nadie piensa que él o los que piensan como él tienen un “acento”. De hecho todos los demás lo tienen. Menos él y los suyos.
Hasta 2018, existía un cierto consenso silencioso en nuestro país sobre los límites de la discusión política. Sobre cuáles eran las propuestas que competían y sobre las medidas que eran “aceptables”. Y algunas personas, pensaban que esos límites y esas formas eran las únicas posibles. Que cualquier otra medida, era “ridícula”, “irracional” y no ya irrealizable, sino incluso impensable.
Y he aquí, que en 2018, esa gente descubrió que la mayoría de la gente no pensaba de esa manera. Que muchas y muchos mexicanos pensaban que las cosas debían ser diferentes. Que la discusión era mucho más amplia que pensar el color de la casa o los tamaños de las toallas, sino que teníamos que preguntarnos por qué la pintábamos, porque teníamos que empezar a dejar de comprar toallas y empezar a dejar que la gente entrara a usar ese baño.
La mayoría de la gente que pensó de esta manera, se encuentra claramente en el espectro político de la derecha. Algunos, de la derecha fea -que para mí, es un calificativo un poco redundante-, pero también existía gente que toda la vida se había sentido, pensado y visto a sí misma como “de izquierda”. Incluso, que sería muy difícil calificar de otra manera con honestidad al observar su vida, sus esfuerzos y luchas en el país o su entorno.
Esas personas, todas, compartían un marco de referencia común, que entiende como “lo racional”, “lo normal” ciertas medidas. Incluso aunque para ellos en un mundo ideal eso no debería existir, la verdad es que existían, y que eran necesarias para el aquí y el ahora.
El problema que pasó con esa gente de izquierda, es que a lo largo de su vida habían realizado críticas certeras, con un sustento moral e intelectual reconocido. Aquí también, inclusive por aquellos que no estaban de acuerdo con ellos.
En ese momento, estas personas se encontraron con una disyuntiva. Por un lado, tenían un gobierno que se dice a sí mismo progresista y de izquierda, pero por otro, ellos no se sentían representados por sus prácticas, por sus principios o ideas. Y en esa tensión, muchos de ellos decidieron que no se trataba de un problema de ellos. Porque hacerlo sería reconocer sus propias limitaciones y sesgos, sino de ese gobierno, que no es “verdadera izquierda”. Desmenuzaron cada una de esas prácticas y encontraron las negativas, se centraron en ellas y colocaron largas listas de problemas, errores y traiciones, como si una de ellas bastara para demostrar que en realidad, el gobierno de AMLO no era “verdadera izquierda”, sino que la izquierda “de verdad” se mantenía lejos del poder político y era representada… por ellos y quienes compartían sus ideas.
Debo reconocer algo: en ese camino algunas personas comenzaron a cuestionarse cuando vieron la enorme mudanza en sus compañeros de lucha. Caminando por la Alameda en una marcha de sombreros y ropa de lino, observaron a los Javier Lozano, a los Gabriel Quadri, a los Lorenzo Córdova, a las Denise Dresser, a los monseñores, a los obispos, a los empresaurios y comenzaron a preguntarse si era en esa compañía que querían estar. Y se acordaron de algo que habían olvidado: que la izquierda no se encuentra sino que se construye. Y que eran ellos, junto con los otros, con sus problemas y contradicciones, que debían hacerlo.
Por desgracia, muchos otros no lo hicieron. Peor aún, al estar compartiendo tantos espacios con esa gente que hasta ayer combatía comenzaron a pensar que tenían más en común con ellos que con los otros. Se quitaron la peluca verde y el traje de payaso, empezaron a buscar casas imaginarias, y terminaron en la nómina de los Madrazo, los Salinas Pliego. Porque eso, piensan, es lo que haría una persona de izquierda. Después de todo ¿Cómo podrían no saberlo? Ellos son los únicos y verdaderos.
En días anteriores he leído a muchos compañeros de lucha caer en críticas de este tipo. Desde una crítica elitista a la reforma judicial -de la que he hablado tanto aquí como en mi trabajo académico- hasta una descontexualizada comparación entre México en la Guerra Civil Española y el proceso de exterminio que sucede ahora en Palestina, muchas personas exigen un cambio que sienten, es “lo que debería ser”. Nuestro papel, como gente de izquierda, sin embargo, no es el mismo en este momento que cuando hay un gobierno abiertamente de derecha. Ahí, la resistencia es lo único que nos queda. Una resistencia valiente, a veces incluso temeraria, pero muchas veces fútil -algo que a algunas personas que romantizan “la lucha” les encanta: ganar les hace responsables de lo que suceda después y por ello, obviamente no quieren ganar nunca-. Pero en un gobierno progresista, lo que queda es la construcción común de lo que creemos que debemos hacer. No como un agente externo, sino sabiendo desde las entrañas, las limitaciones que se tienen para hacer las cosas.
El argumento facilón contra lo que digo, se centrará en la idea, totalmente equivocada, de que estoy pidiendo que “no se critique” lo que está haciendo el gobierno. Eso es una comprensión sesgada, que busca más bien responderle a otros que a lo que yo aquí digo. No es mi intención que no se critiquen las muchas cosas criticables que existen. El nepotismo, la forma artificial de construcción de consensos, incluso la salida facilona para evitar hablar del genocidio que vemos fuera y de la masacre que tenemos dentro. Es la búsqueda de una construcción crítica como sólo puede ser la izquierda. Lo de la derecha, es, por lo contrario, solamente ser criticón.
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