En la historia política de México, pocos nombres evocan con tanta fuerza la imagen de integridad, sobriedad y compromiso con el servicio público como el de Benito Juárez. El presidente oaxaqueño, que guió a la República en los momentos más críticos del siglo XIX, no sólo es recordado por su firmeza frente a la intervención extranjera y su defensa de la soberanía nacional, sino también por su conducta personal, marcada por una austeridad que trascendía el discurso y se reflejaba en actos concretos. Austeridad, en su caso, no como bandera política ni como estrategia electoral, sino como principio de vida.
Una de las anécdotas más ilustrativas de ese carácter se ubica en Monterrey, durante la segunda intervención francesa. Las tropas invasoras dominaban la capital, y el gobierno legítimo emprendía su largo y penoso peregrinar hacia el norte. En esa ciudad, las damas locales organizaron un baile en honor al presidente, conocedoras de su fama como gran aficionado a la danza. La sorpresa llegó cuando Juárez declinó la invitación. Las anfitrionas, extrañadas, preguntaron con discreción la causa de tal negativa, y fue un miembro del gabinete quien reveló la verdad: los zapatos del presidente estaban tan gastados que resultaba imposible presentarse con ellos en un evento de tal formalidad. Con delicadeza y sin herir su dignidad, las damas reunieron recursos, compraron un par nuevo y se lo hicieron llegar. Juárez, conmovido por el gesto, acudió al baile y, como era su costumbre, bailó con cada una de las presentes. No sabemos si, como dicen las crónicas, terminó la noche con los pies llenos de ampollas por estrenar zapatos, pero lo que sí sabemos es que aquel detalle ilustra con claridad su recato en el gasto personal y su sentido del decoro.
No era un caso aislado. La vida de Juárez estuvo marcada por una sobriedad que contrastaba con los excesos y privilegios que, incluso en aquel siglo XIX, se atribuían a muchos servidores públicos. Para él, la función pública no era una vía de enriquecimiento, sino un deber que implicaba sacrificio. Su ejemplo quedó como referencia moral para generaciones posteriores, aunque no siempre seguido con la misma coherencia.
Más de siglo y medio después, otro presidente reivindicó esa herencia: Andrés Manuel López Obrador. Admirador confeso de Juárez, no sólo adoptó su ideario nacionalista y republicano, sino que convirtió la austeridad en norma de vida y de gobierno. Durante casi tres décadas de carrera política, primero como opositor y después como jefe de Estado, mantuvo un estilo personal alejado de lujos, viajes ostentosos o gastos superfluos. Sus adversarios, con un celo que rozó la obsesión, buscaron sin descanso algún indicio de despilfarro; nunca lo encontraron.
En su sexenio, la austeridad republicana dejó de ser una virtud individual para transformarse en política pública y, al mismo tiempo, en un dardo contra el viejo régimen. El discurso de López Obrador apuntaba a la corrupción y opulencia de las administraciones priístas y panistas: residencias fastuosas, vehículos de lujo, sueldos exorbitantes, viáticos excesivos, todo un catálogo de privilegios pagados con recursos públicos. Para millones de ciudadanos, hastiados de esa cultura política, la austeridad se convirtió en un símbolo de honestidad y cercanía con el pueblo.
El presidente llevó el concepto hasta sus últimas consecuencias, rozando lo que él mismo llamó “pobreza franciscana”. Eliminó fideicomisos, redujo presupuestos de operación, limitó gastos de representación y promovió una drástica disminución de los sueldos de altos funcionarios. Estas medidas, celebradas por sus simpatizantes, también generaron críticas: se acusó al gobierno de confundir austeridad con recorte indiscriminado, afectando áreas estratégicas del Estado. No obstante, como postura política y ética, la austeridad republicana definió su administración.
La actual presidenta, Claudia Sheinbaum, ha asumido la continuidad de esa línea. Congruente en su comportamiento personal, ha evitado gestos ostentosos y ha exhortado a los integrantes de su gabinete, así como a legisladores y gobernadores emanados de su partido, a seguir los mismos principios. Su mensaje es claro: Morena nació como un movimiento que prometió romper con la cultura del privilegio, y esa promesa implica vivir con sobriedad, no sólo gobernar con ella.
El problema, sin embargo, radica en la brecha entre el discurso presidencial y la conducta de varios actores políticos que llegaron al poder bajo el estandarte de la Cuarta Transformación. No todos han internalizado la austeridad como valor ético. Los ejemplos de funcionarios que viajan en aviones privados, adquieren propiedades millonarias, celebran bodas fastuosas o aceptan regalos ostentosos no son aislados. Cada uno de esos episodios erosiona la narrativa de la austeridad y da munición a la oposición, que con rapidez los convierte en símbolos de incogruencia.
En el corto plazo, estos comportamientos generan críticas mediáticas y desgaste político. En el mediano y largo plazo, pueden tener un costo más profundo: minar la credibilidad del proyecto que prometió ser distinto. El electorado que votó por la austeridad no sólo esperaba recortes presupuestales o cancelación de privilegios institucionales, sino un cambio cultural en la forma de ejercer el poder. Cuando ese cambio no se percibe en la conducta cotidiana de sus representantes, la decepción se instala y la narrativa del “somos diferentes” empieza a resquebrajarse.
Volviendo a Juárez, vale la pena subrayar que su austeridad no era una estrategia de imagen. No se trataba de proyectar un personaje sobrio ante la opinión pública, sino de vivir así, de manera auténtica. La anécdota de los zapatos en Monterrey no estaba diseñada para las portadas de los periódicos —que, por cierto, en esa época apenas empezaban a tener alcance nacional—, sino que surgió de un hecho concreto y casi privado, conocido por los presentes y divulgado después como ejemplo de coherencia personal.
Ese es, quizá, el mayor desafío para los políticos actuales: entender que la austeridad republicana no puede ser una pose ni un recurso de campaña. Requiere convicción personal y coherencia absoluta. En tiempos de redes sociales, donde todo se documenta y viraliza, una sola imagen contradictoria puede arruinar años de discurso. Un funcionario que predica la sobriedad pero se deja ver en un yate, en un palco VIP o estrenando un vehículo de lujo, destruye no sólo su reputación, sino la de todo un movimiento.
En este sentido, la comparación entre Juárez, López Obrador y los actuales servidores públicos es tan inevitable como incómoda. El primero vivió en tiempos donde el control ciudadano sobre la vida privada de los gobernantes era mínimo; su austeridad se probaba en la práctica, no en la vigilancia mediática. El segundo, en plena era digital, entendió que la congruencia era clave para sostener su liderazgo moral y cuidó cada detalle de su vida pública y privada. Los terceros, herederos de ese capital político, parecen olvidar que en el siglo XXI no hay margen para la incongruencia: la ciudadanía observa, graba, difunde y juzga en tiempo real.
El reto para la presidenta Sheinbaum será, por tanto, doble. Por un lado, mantener su propia congruencia, que hasta ahora ha sido consistente. Por otro, disciplinar a un movimiento político heterogéneo, donde conviven veteranos de la lucha social con recién llegados que ven el poder como oportunidad de ascenso personal. En esa tarea, el ejemplo de Juárez y la disciplina de López Obrador son referentes obligados.
La austeridad republicana no puede ser un ejercicio parcial. Debe abarcar desde el manejo de las finanzas públicas hasta los gestos más simples de la vida personal. Y debe ser, sobre todo, una convicción compartida, no una imposición desde la cúpula. Los ciudadanos no exigen que sus gobernantes vivan en la pobreza, pero sí que lo hagan con mesura, sin ostentación y con respeto al origen de los recursos que administran.
En última instancia, el valor de la austeridad no reside sólo en el ahorro que pueda generar, sino en el mensaje que envía: el poder es un servicio, no un privilegio. Juárez lo entendió en medio de la guerra y el exilio; López Obrador lo convirtió en bandera contra un régimen corrupto; Sheinbaum intenta preservarlo en un tiempo donde la tentación de los lujos es más visible y más inmediata que nunca.
El juicio de la historia será implacable con quienes traicionen ese principio. En un país con profundas desigualdades, la ostentación de los servidores públicos no sólo es un error político: es una afrenta moral. Y así como hoy recordamos al presidente de los zapatos gastados como ejemplo de decencia, mañana podríamos recordar —para mal— a quienes, teniendo la oportunidad de encarnar la austeridad, optaron por la frivolidad. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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