Columnas

México a 25 años de la derrota del PRI

El primero de julio del año 2000 marcó una fecha histórica para la vida política del país. Aquel domingo, Vicente Fox Quesada, candidato del Partido Acción Nacional, derrotó al candidato del oficialismo y rompió con una hegemonía de más de siete décadas del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Terminaban así 71 años de gobiernos emanados de un solo partido que había sabido mutar, recomponerse, endurecerse y seducir para mantenerse en el poder desde los días del maximato hasta el ocaso del siglo XX.

Para muchos, ese día cayó la llamada «dictadura perfecta», como la bautizó Mario Vargas Llosa. Para otros, lo que comenzó fue una nueva era de simulación democrática, con cambios en las élites pero no en las estructuras profundas del poder. Hoy, a 25 años de aquella jornada, la interrogante permanece: ¿realmente terminó el régimen? ¿O simplemente cambió de administradores?

La gran contribución de Vicente Fox a la historia nacional fue haber ganado. Su figura carismática, sus botas, su estilo bravucón y su promesa de “sacar al PRI de Los Pinos” lograron aglutinar un amplio voto ciudadano que ya no creía en el oficialismo tricolor. No obstante, su sexenio quedó marcado por la improvisación, el vacío de liderazgo y la renuncia a encabezar una transición de fondo.

Fox heredó una estructura política, económica y social erigida por el viejo PRI, y no se atrevió a desmontarla. No se reformó al poder judicial, no se tocó a fondo el sistema de partidos ni se desmontaron los pactos de impunidad. La corrupción siguió su curso, la desigualdad se mantuvo y el poder económico —como antes— siguió dictando las reglas.

La supuesta “transición democrática” quedó en un cambio de casaca, sin una reforma institucional ni una refundación del pacto social. Fox, y luego Calderón, optaron por administrar lo heredado, y en muchos sentidos lo profundizaron.

Felipe Calderón Hinojosa llegó a la presidencia tras una de las elecciones más controvertidas del México moderno. La diferencia mínima frente a Andrés Manuel López Obrador y las denuncias de fraude electoral enrarecieron su legitimidad desde el día uno. En respuesta, Calderón decidió blindarse recurriendo a la vía autoritaria: militarizó la seguridad pública, desató la llamada «guerra contra el narcotráfico» y llenó al país de sangre, dolor y muerte.

En vez de avanzar hacia una democracia más sólida, México retrocedió hacia un Estado más violento, más represivo y más desigual. La militarización del país, iniciada por Calderón, no ha sido revertida hasta hoy.

El regreso del PRI en 2012, con Enrique Peña Nieto a la cabeza, parecía representar una nueva generación de políticos. Jóvenes, educados en universidades privadas y con una narrativa de modernización institucional, prometieron reformas estructurales, tecnocracia y eficacia.

Pero la máscara cayó rápido. La corrupción volvió a ser el sello del sexenio, como en los peores tiempos. La “Casa Blanca”, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, los escándalos en Sedesol y Pemex, y el control mediático que intentó fabricar una realidad paralela, sellaron el destino de un gobierno que colapsó en su propia frivolidad.

A pesar de los discursos, el viejo PRI nunca se había ido. Solo se había disfrazado con traje de diseñador. La derrota en 2018 fue su epitafio.

En 2018, luego de dos intentos fallidos, Andrés Manuel López Obrador logró canalizar el hartazgo de millones de mexicanos. No sólo ganó la presidencia; arrasó. Su partido, Morena, logró una mayoría inédita en el Congreso y el mandato social fue claro: transformar el país, terminar con la corrupción, alejarse de los gobiernos anteriores.

López Obrador emprendió una reconfiguración del poder político en México. Puso el foco en los programas sociales y reorientado el gasto público y ha cuestionado de forma permanente a los órganos autónomos heredados del viejo régimen. Para sus críticos, concentra demasiado poder; para sus seguidores, ha comenzado la verdadera transición que Fox no quiso o no pudo realizar.

En 2024, Claudia Sheinbaum, su sucesora política, ganó de forma contundente la presidencia y se convirtió en la primera mujer en la historia del país en encabezar el Ejecutivo federal. Con ella, el movimiento fundado por López Obrador se consolida, al menos electoralmente, y plantea el reto de institucionalizar una transformación que aún está en proceso.

A 25 años de la derrota del PRI, México ha experimentado alternancia, pero no necesariamente transformación profunda. Los partidos han cambiado de lugar, los rostros son otros, las narrativas varían. Pero el modelo económico permanece esencialmente igual desde los años noventa: libre mercado, subordinación al capital trasnacional, dependencia de Estados Unidos, concentración de la riqueza, precarización del trabajo.

El sistema judicial continúa siendo lento, opaco y elitista. La democracia sigue limitada por factores de desigualdad estructural. La clase política, aunque renovada en algunos casos, conserva muchas prácticas del viejo régimen: clientelismo, nepotismo, uso patrimonial del poder.

Sin embargo, no todo es continuidad. Hay avances incuestionables: mayor diversidad y representación en la esfera pública; libertad de prensa (aunque amenazada por el crimen y la impunidad); más mujeres en cargos de poder; y una ciudadanía más crítica, más informada, más activa.

Hoy los jóvenes no temen decir lo que piensan. La diversidad sexual y cultural ha ganado espacios. Las luchas feministas han puesto en la agenda temas antes impensables. Hay un sentido de comunidad que se construye en redes, en colectivos, en resistencias.

A 25 años de distancia, el gran desafío de México no es solo cambiar de gobierno o de partido. Es construir instituciones sólidas, autónomas, eficaces y transparentes. No basta con tener elecciones periódicas; se necesita un Estado de derecho funcional. No basta con denunciar la corrupción; se necesita combatirla con leyes, jueces y fiscales independientes.

La democracia no se agota en las urnas. Exige ciudadanía activa, sindicatos libres, medios críticos, poderes equilibrados, seguridad sin militarismo y justicia sin simulación. Exige también un modelo económico que no solo crezca, sino que reparta de manera justa.

Hoy, cuando Morena domina la escena política, debe evitar los errores del PRI en su época dorada: el autoritarismo, la soberbia, la corrupción estructural. Tiene en sus manos la posibilidad histórica de completar lo que Fox dejó inconcluso: la verdadera transición a una democracia con justicia social.

El primero de julio de 2000 no fue, como se pensó en su momento, la consumación de la transición. Fue apenas el inicio de un ciclo que aún no se cierra. La derrota del PRI fue necesaria, pero no suficiente. Las prácticas del viejo régimen han sobrevivido a los cambios de partido.

Hoy, 25 años después, México sigue buscando una democracia que no solo reparta cargos, sino también dignidad. Una democracia que no solo vote cada seis años, sino que exija, cuestione, transforme cada día. El fin del PRI en la presidencia fue importante, pero no fue el fin del régimen. Esa tarea, quizás, sigue pendiente.

La historia aún no se escribe del todo. Pero si algo ha quedado claro, es que solo el pueblo puede salvar al pueblo. Y que los partidos —todos— deben recordar que están al servicio de la nación, no de sus intereses. Solo entonces, la derrota del PRI habrá valido la pena. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

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@onelortiz

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