Un nuevo escándalo sacude la realidad nacional esta semana. Como cada semana. Sintomático es, tal vez, que las noticias que destacan en cada momento sean momentáneas explosiones de disgusto, antes que el surgimiento de propuestas específicas de transformación. Como dice un buen amigo, pareciera que la oposición se ha instalado en la comodidad de la espera: que alguna cosa haga tanto daño, que nosotros no necesitemos cambiar NADA de nuestras propuestas para ganar las siguientes elecciones.
Esta estrategia me parece no sólo equivocada a nivel táctico, pues no parece estar funcionando en absoluto, porque la gente se da cuenta muy fácilmente de ella, sino también a nivel político y democrático. Es una tentativa de mantener vivo un proyecto que ha sido rechazado totalmente por la ciudadanía, que nadie quiere, y pensar “si aguantamos lo suficiente, algún día van a votar por él aunque sea por no darle el voto al gobierno”. No mejorar, no cambiar… ser iguales que siempre.
El momento escandaloso de esta semana ha sido la vinculación del ex secretario de seguridad del estado de Tabasco, Hernán Bermúdez con el grupo criminal local llamado “La Barredora”. Lo es no sólo porque una autoridad de primer/segundo nivel de un estado esté acusado de tener vínculos con el crimen organizado, sino porque este secretario fue nombrado por Adán Augusto López, quien era en ese entonces gobernador del estado, hombre de confianza del expresidente Andrés Manuel López Obrador (incluso, Secretario de Gobernación Federal y posteriormente precandidato presidencial por Morena) y hasta hace unos días presidente de la junta de coordinación política del Senado.
Este episodio nos presenta entonces un escenario perfecto para observar los posibles sesgos que tenemos en nuestra visión política. Por un lado, una infinidad de personas de Acción Nacional que siempre dijeron que era imposible que Felipe Calderón supiera los tratos de Genaro García Luna con el Cartel de Sinaloa, insisten ahora que es igualmente imposible que un gobernador no sepa si su secretario de seguridad pública está con el crimen organizado. Y por otro lado, tenemos a quienes piensan que es totalmente ridículo pensar que alguien como García Luna actuara solo, pero que dicen que este caso es diferente porque el gobernador es “honesto”.
Queda claro que hay diferencias fundamentales en ambos casos. Por un lado, se trata no sólo de un nivel de involucramiento totalmente diferente -en el caso de García Luna se habla de la sistemática construcción de una red de apoyo y el uso del estado a favor del cártel, mientras que Bermúdez es acusado de tener un involucramiento directo y personal-, en un nivel muy distinto -uno es un caso local, con repercusiones inter-estatales y el otro es un proceso federal con carácter potencialmente internacional, y finalmente que se trata de momentos legales diferentes -no es lo mismo una acusación inicial que un momento de certeza jurídica específica.
Con independencia de estas diferencias, considero importante observar que los casos son problemáticamente parecidos. Y que nos llevan a entender algo que aplica de manera mutua: es posible que un jefe, incluso el más poderoso de los jefes, sea engañado por uno de sus subordinados. Y también es posible que alguien utilice a sus subordinados para obtener ventajas ilegales sabiendo que después puede fingir que no ha sido él quien lo ha hecho. Y que ambas cosas, parecen ser posibles en ambos casos.
Dicho esto, me parece sintomático que la defensa más usada en la mayoría de los grupos de los partidos de derecha sea cuestionar la supuesta “diferencia” de los partidos de izquierda. No en pocas ocasiones he escuchado que cuestionan “¿pues no que eran diferentes?” para inmediatamente decir -incluso políticos profesionales- “miren como son iguales”. Para mi esta afirmación siempre me ha parecido, cuando menos… problemática. ¿Es acaso una aceptación de que ellos son corruptos y que ellos hacen pactos criminales? Porque acusar al otro de ser corrupto y pactista para después decir “miren como son iguales que yo”, me parece… un poco tonto.
Claro que la mayoría de la gente que hace eso, intenta siempre salirse por la tangente, colocándose a sí mismo en una excepcionalidad de este tipo de argumento. Como los opositores que dicen que no son opositores, sino apartidistas, o críticos, o académicos… y que acusan a cualquier otro de ser “aliado del gobierno” por argumentar en su contra. Como si el gobierno fuera su personal enemigo, pero sin que ellos sean opositores.
Históricamente, el argumento de que “todos los políticos son iguales” ha sido siempre utilizado por quienes buscan una despolitización de las personas. Es el intento de matar la esperanza de que exista una opción institucional de transformar la realidad de opresión de nuestra sociedad y de hacer ver que no importa nada de lo que se haga, todo quedará igual. Hacer eso, permite crear redes clientelares mucho más cooptadas, y con ello, ganar a través del músculo político. Algo que es siempre aprovechado por los sectores más a la derecha, sea que estos se encuentren en partidos abiertamente de derecha, o bien que sea miembros de los partidos de izquierda que estén más cercanos a ella (recordemos lo que pasó por ejemplo, con el Partido de la Revolución Democrática, que de ser el partido de izquierda por excelencia, se volvió un partido clientelar de derecha hasta desaparecer).
Este momento proporciona, en este sentido una oportunidad única: la de articular una respuesta diferente, de izquierda para este tipo de fenómenos. Si alguien es acusado de tener vínculos con el crimen organizado, debe ser investigado. Si los tiene, debe ser castigado. Y debe desarticularse cualquier red que exista a partir de ese caso. No pensar que es algo “intrínseco a la política institucional” porque eso es despolitizante, sino exigir como ciudadanía una mejor política. Una mejor democracia, donde esa acusación vacía, sea entendida como lo que es: una confesión de que quien lo dice, está afirmando que él haría eso si le fuera posible.
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