Leo Zuckermann aplaude la gentrificación y minimiza el desarraigo de miles en la CDMX

Algunas familias ya no pueden costear vivir en sus propios barrios

El columnista Leo Zuckermann ha encendido el debate público al publicar una defensa abierta de la gentrificación en colonias como La Condesa y Roma, en la Ciudad de México. En su columna más reciente, el también comentarista político presentó el fenómeno como un proceso de “renovación urbana” y motor del desarrollo económico, ignorando los profundos efectos sociales que esta transformación ha tenido sobre los habitantes tradicionales de estos barrios.

Desde una posición evidentemente privilegiada, Zuckermann celebra la llegada de extranjeros, la proliferación de negocios de lujo y el encarecimiento de las rentas como signos de progreso. Su argumento principal descansa en su experiencia personal como residente de la zona, desde donde asegura haber visto cómo el barrio pasó del abandono a convertirse en un centro de dinamismo cultural y económico. Sin embargo, lo que presenta como avance, en realidad, representa un proceso de despojo silencioso para miles de familias.

La visión del columnista ignora las consecuencias reales de la gentrificación, como el aumento del costo de vida, el desplazamiento de personas con arraigo histórico en la zona y la fragmentación del tejido social. Lo que él llama “desarrollo cultural” —bares exclusivos, cafés boutique y espacios artísticos orientados al turismo— en realidad excluye sistemáticamente a los residentes de bajos ingresos, quienes no solo pierden su vivienda, sino también el derecho a disfrutar de sus propios barrios.

Aún más preocupante es su postura sobre las plataformas de renta de corta estancia, como Airbnb, a las que exculpa de toda responsabilidad. Según Zuckermann, la causa de la crisis habitacional no es la presión de la demanda extranjera ni la especulación inmobiliaria, sino la “falta de oferta” y una supuesta “burocracia corrupta”. Con este argumento, propone que se eviten regulaciones que frenen la gentrificación, negando cualquier posibilidad de intervención que busque proteger a las comunidades afectadas.

Incluso cuando admite que “algunos residentes ya no pueden vivir aquí”, lo hace sin reconocer la gravedad del problema, como si el desarraigo fuera un daño colateral menor frente al avance económico. Esta postura revela una falta de empatía hacia quienes han construido durante décadas la identidad y el sentido de comunidad en estas colonias.

Zuckermann plantea una narrativa que reduce la ciudad a un mercado inmobiliario, donde solo vale quien puede pagar. Su defensa de la gentrificación legitima un modelo de ciudad excluyente, que concentra beneficios en unos cuantos mientras relega a los demás a la periferia.

En lugar de preguntarse quién gana con la transformación de barrios como La Condesa, el columnista omite deliberadamente quién pierde, silenciando el impacto humano que implica convertir una comunidad en un escaparate turístico.

Foto: Redes

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