La historia de las relaciones entre México y Estados Unidos ha estado marcada por la asimetría, la imposición y, sobre todo, la permanente imagen de que en cada negociación bilateral, del lado estadounidense siempre hay una pistola sobre la mesa. No se trata de una metáfora vacía: desde el siglo XIX, Washington ha sabido imponer sus intereses aprovechando momentos de debilidad política, económica o militar de nuestro país. Hoy, bajo el gobierno de Claudia Sheinbaum, se anuncia un nuevo acuerdo de seguridad binacional. La pregunta es inevitable: ¿será una oportunidad para redefinir la relación desde la soberanía y la cooperación, o un capítulo más de subordinación?
El siglo XIX es un catálogo de humillaciones que explican la desconfianza histórica de México hacia su vecino del norte. Ahí está el episodio de Texas: Antonio López de Santa Anna, capturado tras la batalla de San Jacinto en 1836, firmó tratados que entregaban territorio, aun sin ser presidente legítimo en ese momento. Años después, entre 1846 y 1848, la invasión estadounidense concluyó con la pérdida de más de la mitad del territorio mexicano. El ejército del general Winfield Scott ondeó la bandera de Estados Unidos en Palacio Nacional, una imagen que sintetiza la imposición militar transformada en “negociación” diplomática.
El despojo continuó con la compra de La Mesilla en 1854. Bajo la amenaza de una nueva guerra, México vendió más de 76 mil km² a cambio de una suma irrisoria, confirmando que Washington no negociaba, imponía.
En el siglo XX, la intromisión fue más sutil pero igual de dañina. El embajador Henry Lane Wilson conspiró contra Francisco I. Madero en 1913, alentando el golpe de Estado que culminó en el asesinato del presidente legítimamente electo. En 1914, la marina estadounidense ocupó Veracruz bajo el pretexto de impedir un supuesto cargamento de armas alemanas. Dos años después, la expedición punitiva contra Francisco Villa entró a Chihuahua sin autorización del gobierno mexicano, violando de nuevo la soberanía nacional.
Ya en tiempos recientes, la “guerra contra las drogas” ha servido de excusa para extracciones ilegales, como la del médico Humberto Álvarez Macháin en 1990, acusado de participar en la tortura del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena. Más aún, la sospechosa “entrega” de capos como Ismael “El Mayo” Zambada durante el sexenio de López Obrador confirma que la sombra de la injerencia persiste.
La relación asimétrica no se explica únicamente por la fuerza militar estadounidense. La dependencia económica de México hacia el mercado del norte es brutal: más del 80 % de nuestras exportaciones tienen como destino Estados Unidos. Esta realidad reduce los márgenes de maniobra en cualquier negociación.
A ello se suma un problema endémico: la corrupción. Autoridades mexicanas coludidas con el narcotráfico han debilitado la legitimidad del Estado, ofreciendo a Washington la excusa perfecta para intervenir “en nombre de la seguridad”. Mientras no se combata de raíz esa colusión, cualquier acuerdo se construirá sobre cimientos frágiles.
En este contexto, la presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta un dilema histórico. Por un lado, es innegable que México requiere cooperación internacional para enfrentar amenazas comunes como el tráfico de drogas sintéticas, el flujo de armas de alto poder o los ciberataques. Por otro, aceptar sin reservas las condiciones de Estados Unidos significaría repetir los errores de siglos pasados.
Hasta ahora, Sheinbaum ha mostrado firmeza al rechazar la idea de “intervención directa” y al subrayar el principio de soberanía. Sin embargo, esa postura necesita traducirse en un plan integral de seguridad que no dependa únicamente de Washington. Diversificar mercados, fortalecer la autonomía tecnológica y depurar las instituciones de seguridad mexicanas son pasos obligados si se quiere negociar en condiciones más equilibradas.
¿Qué debe incluir un acuerdo integral de seguridad? Un acuerdo moderno entre México y Estados Unidos debe trascender el esquema militarista. La seguridad no puede reducirse a patrullajes fronterizos o a la captura de capos; se trata de un concepto multidimensional que incluye desarrollo, justicia social y tecnología. Los ejes esenciales serían los siguientes:
1. Seguridad fronteriza integral. La frontera de más de 3,000 km es hoy un espacio de vulnerabilidad compartida. Se requiere vigilancia coordinada con uso de drones, sensores y cámaras, pero también corredores humanitarios para atender a migrantes y solicitantes de asilo. La seguridad no puede ser sinónimo de represión.
2. Combate al crimen organizado transnacional. El intercambio de inteligencia debe ser en tiempo real y bajo protocolos claros que eviten filtraciones. La prioridad debe ser cortar el flujo de armas de Estados Unidos hacia México, así como frenar la entrada de fentanilo y otras drogas sintéticas hacia el norte. Aquí, un marco de extradiciones ágil pero equilibrado es indispensable.
3. Control de armas y drogas. La lucha contra el narcotráfico no puede limitarse a la oferta; Estados Unidos debe asumir su responsabilidad en la reducción de la demanda. México, por su parte, debe reforzar el control de precursores químicos y desmantelar laboratorios clandestinos con apoyo tecnológico binacional.
4. Migración y seguridad humana. Un acuerdo que ignore las causas estructurales de la migración está condenado al fracaso. Se necesitan programas de inversión en Centroamérica, respeto a los derechos humanos y políticas de integración laboral. La trata y el tráfico de personas deben combatirse con la misma energía que el narcotráfico.
5. Ciberseguridad y nuevas amenazas. En un mundo digitalizado, la infraestructura crítica —energía, finanzas, comunicaciones— está expuesta a ataques. Protocolos comunes de prevención, intercambio de expertos y normas en el uso de inteligencia artificial son urgentes.
6. Fortalecimiento institucional. La cooperación debe incluir capacitación a policías, fiscales y jueces, pero siempre bajo un principio de respeto a la soberanía mexicana. Mecanismos de transparencia y rendición de cuentas son clave para evitar la corrupción y la injerencia indebida.
7. Desarrollo regional y seguridad. Sin desarrollo no hay seguridad. Invertir en comunidades golpeadas por el crimen organizado, modernizar aduanas y puertos, y apostar por energías limpias son medidas que reducen la violencia de raíz.
La gran lección de la historia es clara: cada vez que México ha negociado con Estados Unidos desde la debilidad, ha perdido territorio, dignidad o autonomía. La presidenta Sheinbaum debe evitar que este nuevo acuerdo repita la fórmula de sumisión disfrazada de cooperación.
Un pacto integral de seguridad es necesario, pero debe construirse desde la igualdad, no desde la imposición. México tiene que presentarse a la mesa con propuestas propias, con instituciones limpias de corrupción y con una estrategia que combine seguridad y desarrollo. De lo contrario, la pistola seguirá sobre la mesa, apuntando siempre en la misma dirección: hacia México.
El anuncio de un acuerdo de seguridad entre México y Estados Unidos bajo el gobierno de Claudia Sheinbaum es una oportunidad histórica para redefinir la relación bilateral. Pero esa oportunidad solo se concretará si México logra romper con la inercia de dependencia y corrupción que lo ha colocado en posición de debilidad.
Un acuerdo de seguridad no puede ser un cheque en blanco para Washington, ni un discurso vacío de soberanía en México. Debe ser un pacto integral, equilibrado y transparente, que atienda tanto las amenazas inmediatas como las causas estructurales de la violencia y la migración.
La historia ya nos mostró las consecuencias de negociar con la pistola sobre la mesa. Hoy toca a México decidir si escribe un nuevo capítulo de dignidad o repite, una vez más, la historia de la subordinación. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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