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Asesinato de Carlos Manzo: Preguntas Incómodas

Las próximas 72 horas son decisivas para el esclarecimiento del asesinato del presidente municipal de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo Rodríguez. No se trata sólo de capturar a los responsables, sino de enfrentar, con la verdad por delante, una cadena de omisiones, complicidades y errores que hicieron posible que un alcalde fuera ejecutado en plena plaza pública, bajo la mirada impotente de sus escoltas y de una autoridad estatal ausente. Encausar los acontecimientos hacia la justicia pasa por formular las preguntas adecuadas y exigir respuestas sinceras, aunque resulten incómodas para el poder.

¿Quiénes fueron los asesinos materiales y los autores intelectuales del asesinato de Carlos Manzo? A diferencia de otros crímenes políticos recientes, como los de José Muñoz y Ximena Guzmán, en el caso de Carlos Manzo las autoridades lograron identificar a tres sicarios, de los cuales uno fue abatido y dos fueron detenidos. Este hecho, en apariencia alentador, abre la posibilidad de una investigación sólida que permita llegar hasta los autores intelectuales del crimen. Sin embargo, el reto no es sólo conocer sus nombres o el monto que recibieron por ejecutar el atentado, sino entender las razones de fondo: ¿a qué grupo del crimen organizado pertenecían o quién los contrató? ¿Actuaron por lealtad, dinero o por amenazas? ¿Fueron entrenados en alguno de los centros de adiestramiento del narcotráfico que operan en la región? ¿Estaban bajo el efecto de alguna droga que anula la voluntad?

Responder a estas preguntas no es un asunto técnico, sino político. Implica desentrañar las redes que vinculan a la delincuencia organizada con estructuras locales de poder. En Michoacán, la línea que separa a las instituciones del crimen ha sido históricamente difusa. Desde la expansión de los templarios hasta la fragmentación actual en células locales, el control territorial se ha convertido en el eje de la disputa. Si se demuestra que el asesinato de Manzo fue un mensaje —un aviso a otros alcaldes que se negaron a “cooperar”—, el Estado mexicano estaría ante un desafío mayor: el crimen organizado no sólo mata, sino que controla.

¿Por qué falló la seguridad y la inteligencia en el atentado a Carlos Manzo? La segunda gran interrogante es inevitable: ¿cómo fue posible que un alcalde, con protección asignada, fuera asesinado en un evento público, en la plaza municipal de Uruapan? Falló todo. Falló su círculo de confianza, falló la policía municipal, la estatal, y la vigilancia perimetral de la Guardia Nacional. La pregunta más grave es si fallaron por incapacidad, por descoordinación o por complicidad.

En un contexto como el michoacano, donde cada autoridad local se mueve entre la presión del crimen y la indiferencia del Estado, la “falla” no es un accidente, sino una consecuencia. ¿Hubo alertas previas? ¿Se advirtió algún movimiento extraño en los días previos? ¿Por qué no se reforzó la seguridad en un evento tan visible? Las respuestas parecen obvias: no hubo inteligencia preventiva, ni coordinación operativa. En la práctica, la estructura de seguridad fue una fachada burocrática que se desmoronó en el momento crucial.

La muerte de un alcalde en funciones en México no es sólo un crimen, es un fracaso institucional. Y el caso de Uruapan lo confirma: la violencia política no se ha erradicado, sólo se ha normalizado.

¿El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla es parte del problema o de la solución? El asesinato de Carlos Manzo coloca al gobernador Alfredo Ramírez Bedolla en el centro de la tormenta política. No sólo por ser el jefe del Ejecutivo estatal, sino porque su relación con el alcalde asesinado era abiertamente tensa. Las diferencias políticas, los desplantes públicos y la falta de coordinación entre el gobierno estatal y el municipal evidencian un deterioro que, en los hechos, debilitó la seguridad en Uruapan.

Las imágenes del funeral son elocuentes: el gobernador fue prácticamente expulsado de la funeraria donde se velaba el cuerpo del alcalde. Una mujer, visiblemente indignada, intentó abofetearlo mientras gritaba “¡asesino!”. Esa escena resume la fractura entre el poder y el pueblo, entre la retórica oficial y la realidad de un estado donde la violencia se ha vuelto costumbre.

Ramírez Bedolla enfrenta un dilema político y moral: puede convertirse en parte de la solución si asume con humildad su responsabilidad, reconstruye la coordinación institucional y se abre a la autocrítica; o puede transformarse en un factor de desestabilización si insiste en negar la gravedad del problema. La gobernabilidad de Michoacán dependerá de su respuesta, no de sus declaraciones.

¿Está en riesgo la gobernabilidad en Michoacán? Sí. El asesinato del presidente municipal de Uruapan no es un hecho aislado, sino el síntoma de una enfermedad crónica: la erosión del Estado en varias regiones del país. Las protestas ya estallaron en Uruapan y se extendieron a Morelia, donde manifestantes ingresaron al Palacio de Gobierno y causaron destrozos. Pero el verdadero riesgo no está en las marchas, sino en lo que pueden detonar.

Michoacán conoce bien la historia de los levantamientos armados. En 2013, cuando el gobierno federal abandonó la región a su suerte, surgieron las autodefensas encabezadas por el doctor Mireles, Hipólito Mora y Papá Pitufo. Eran comunidades que decidieron hacer justicia por su cuenta ante la impotencia o la complicidad del Estado. Hoy, el asesinato de un alcalde podría reactivar ese espíritu. En los pueblos, la idea de “si el gobierno no nos cuida, nos cuidamos nosotros” empieza a resonar de nuevo.

Si el Estado no responde con inteligencia, coordinación y sensibilidad, el vacío lo llenarán otros: grupos armados, cárteles o nuevas milicias locales. La línea entre el orden y el caos es delgada, y Michoacán ha cruzado esa frontera más de una vez.

¿Qué significa “mayor presencia, atención a las causas, inteligencia y justicia”? La presidenta Claudia Sheinbaum reaccionó con prontitud. Desde Palacio Nacional, expresó su solidaridad, prometió una investigación a fondo y anunció mayor presencia federal en la región, atención a las causas sociales, inteligencia y justicia. Palabras correctas, sin duda. Pero en un país que ha escuchado esas mismas palabras tras cada tragedia, la pregunta obligada es: ¿qué significan en los hechos?

“Mayor presencia” puede traducirse en más elementos de la Guardia Nacional, pero si llegan sin inteligencia local, sólo serán testigos del siguiente crimen. “Atención a las causas” suena bien, pero es una política de largo plazo que no resuelve la urgencia de un estado sitiado por el miedo. “Inteligencia” implica reconstruir redes de información, infiltrar estructuras criminales y anticipar ataques; no basta con operativos mediáticos. Y “justicia” no será justicia mientras no se esclarezca quién ordenó el asesinato y por qué.

La demagogia de la condolencia es un insulto para los deudos. Cada vez que un gobernador o un presidente promete “que no habrá impunidad”, las familias saben que empieza otro calvario de burocracia, simulación y olvido.

El asesinato de Carlos Manzo no sólo mata a un hombre, hiere la democracia local. Uruapan no era un municipio cualquiera: era un símbolo de resistencia política frente al poder estatal. Manzo representaba una corriente ciudadana independiente que había logrado ganar en un bastión históricamente dominado por los partidos tradicionales. Su asesinato reconfigura el tablero político de Michoacán.

El caso de Uruapan vuelve a poner en evidencia un hecho: En esa zona de Michoacán, la autoridad la ejercen los cárteles. Ellos deciden quién vive, quién muere, quién gobierna y quién puede hacer campaña.

El asesinato de Carlos Manzo no fue un crimen común, fue un acto político. Un recordatorio de que la violencia en México no es sólo delincuencial, sino estructural. Los gobiernos, de todos los niveles, han aprendido a administrar la violencia, no a erradicarla. Cada nuevo operativo, cada despliegue de fuerzas, cada reunión de seguridad es un parche en una herida que nunca cierra.

La Guardia Nacional, creada con la promesa de devolver la paz, se ha convertido en una institución dispersa, más enfocada en tareas administrativas que en operaciones tácticas. Su presencia en Michoacán, aunque cuantiosa, ha sido ineficaz. La inteligencia territorial sigue siendo débil, y la corrupción local continúa minando cualquier intento de control.

El gobierno federal tiene la obligación moral y política de esclarecer este crimen. Pero más allá de la justicia penal, lo que está en juego es la estabilidad democrática de Michoacán. Se necesita una estrategia integral que incluya: Depuración de cuerpos policíacos locales y estatales, con mecanismos de control civil y auditoría permanente. Reconstrucción de la inteligencia estatal, basada en información de campo y coordinación interinstitucional. Programas sociales específicos en zonas de alta vulnerabilidad, no como paliativos, sino como estructuras de desarrollo sostenible. Diálogo con las comunidades, no con los grupos armados, sino con los liderazgos locales que aún creen en la legalidad.

Sin estas acciones, el crimen de Uruapan se sumará a la larga lista de asesinatos impunes que definen la historia reciente de México.

Cada asesinato de un alcalde, periodista o activista debería ser una alarma nacional. Pero en México, la costumbre ha vencido a la indignación. Los funerales se repiten, las declaraciones se reciclan, las promesas se olvidan.

Carlos Manzo ya no está. Pero su muerte no debe ser otra cifra, ni un expediente archivado. Su asesinato es un espejo que refleja lo peor del país: la impunidad, la descomposición institucional y el miedo.

Las próximas 72 horas son cruciales, sí, pero también lo es el futuro inmediato. De las acciones que tomen hoy la presidenta Claudia Sheinbaum, el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla y las fiscalías dependerá si Michoacán avanza hacia la reconstrucción del Estado de derecho o se hunde en una nueva etapa de barbarie.

Preguntarse quién mató a Carlos Manzo es necesario. Pero preguntarse por qué el Estado permitió que lo mataran es, quizá, la pregunta más incómoda de todas.

Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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