Para una familia el dolor tiene nombre, rostro y memoria. Se llama Olín Hernando Vargas Ojeda. Su desaparición, junto con la de otros dos jóvenes en la zona del Ajusco, no es un caso aislado: es la herida abierta de un país que convive con más de 125 mil personas desaparecidas y un Estado que, pese a sus esfuerzos y discursos, sigue sin dar respuestas efectivas. La historia de Olín y la lucha de su padre, el abogado y militante de izquierda Fernando Vargas, representa la dignidad de miles de familias que han hecho de la búsqueda una forma de resistencia.
Fernando Vargas ha sido uno de los arquitectos silenciosos de la defensa del voto de la izquierda mexicana desde hace más de tres décadas. Primero en el PRD, luego en Morena, su trabajo jurídico ha sido clave para construir la democracia electoral contemporánea. Ha trabajado hombro a hombro con figuras como Pablo Gómez y Horacio Duarte, sin reclamar jamás un cargo, sin pedir recompensa más allá del triunfo de la justicia electoral. Es un hombre que ha vivido con decoro, que ha ganado su vida con el trabajo honesto y que, hasta hace un año sólo era conocido por su inteligencia jurídica y su compromiso político.
Pero desde la desaparición de su hijo Olín, su nombre se asocia a una tragedia que atraviesa al país entero. Como más de 120 mil familias mexicanas, la suya fue devorada por el abismo de la incertidumbre. Desde entonces, Fernando, su pareja y su familia han dedicado cada día, cada noche y cada recurso a la búsqueda desesperada de su hijo. Y como tantas veces ocurre en México, la respuesta del Estado ha sido insuficiente, tardía y carente de sensibilidad.
En esta tragedia, Fernando Vargas ha encontrado eco en otros padres y madres que viven el mismo infierno: la madre de Luis Óscar y el padre de Ana Amelí, desaparecidos también en la zona del Ajusco. Juntos emprendieron una cruzada por la justicia que desembocó en una huelga de hambre: un acto de desesperación y amor que sólo busca lo básico —que el Estado busque a sus hijos—. Su protesta es un espejo de lo que se ha vuelto la política mexicana en torno a las desapariciones: un sistema que responde más rápido a la presión pública que a la obligación legal.
Estos padres no piden privilegios. No exigen favores. Exigen lo elemental: verdad, justicia y búsqueda. En un país donde la impunidad ronda el 98% en los casos de desaparición, su exigencia no sólo es legítima, es profundamente ética. Mientras el Estado calla, ellos hablan; mientras el sistema se inmoviliza, ellos caminan; mientras los funcionarios rotan, ellos resisten.
De acuerdo con el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), México vive una crisis humanitaria sin precedentes. Más de 125 mil personas no han sido localizadas hasta marzo de 2025. Tan solo en 2024, más de 31 mil casos se registraron, la cifra más alta en la historia reciente. La ONU ha advertido que las desapariciones en México tienen características “generalizadas y/o sistemáticas”, es decir, que podrían constituir crímenes de lesa humanidad.
La desaparición ya no es una anomalía del sistema: es parte del sistema mismo. Ha sobrevivido a seis sexenios y a todos los colores políticos. Durante años se pensó que era un problema del norte o de regiones violentas; hoy, los datos muestran que la capital del país también es un territorio donde las personas desaparecen sin dejar rastro.
La Ciudad de México: cifras que estremecen. Hasta el 16 de mayo de 2025, la Ciudad de México registraba 573 personas desaparecidas, una cifra que, si bien representa una disminución respecto a 2022, contrasta con otro dato alarmante: en los primeros ocho meses del gobierno capitalino, los casos se incrementaron 295%, al pasar de 309 a 1,221.
Al 25 de junio de 2025, el Registro Nacional reportaba 6,261 personas desaparecidas en la capital, y más de 800 menores de edad, de los cuales el 57% son niñas.
Estas cifras desmienten el discurso triunfalista. La capital, presentada históricamente como un refugio de derechos, enfrenta una realidad de violencia soterrada. La desaparición de jóvenes como Olín, Luis Óscar y Ana Amelí ocurre en entornos urbanos, no rurales; en zonas boscosas vigiladas, no en territorios sin ley. Eso desnuda una verdad incómoda: en México no hay espacios seguros.
El Gobierno federal ha anunciado en 2025 varias medidas para enfrentar esta tragedia: Fortalecer la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB). Reformar la Ley General en materia de Desaparición Forzada de Personas. Crear una Plataforma Única de Identidad con datos biométricos y fotografías vinculadas a la CURP. Actualizar el Protocolo Homologado de Búsqueda. Usar imágenes satelitales y herramientas tecnológicas para rastrear personas. Fortalecer el Banco Nacional de Datos Forenses y las fiscalías especializadas.
En el presupuesto federal se destinaron 416 millones de pesos para apoyar a las comisiones locales. Sin embargo, las familias siguen enfrentando los mismos obstáculos: burocracia, descoordinación e indiferencia.
En la Ciudad de México, el gobierno local anunció en abril de 2025 una Estrategia 2025-2030 con una inversión de 250 millones de pesos y la creación de un Centro Integral de Apoyo y Búsqueda. Aunque el discurso parece sólido, la realidad contradice su eficacia. Los colectivos denuncian que los protocolos no se activan a tiempo, que hay omisión en la búsqueda en campo, y que la comunicación con las autoridades es lenta y despersonalizada.
Las desapariciones no se combaten con discursos ni con estadísticas. Se enfrentan con presencia, sensibilidad y compromiso real. El principal enemigo hoy no es la falta de leyes, sino la ausencia de coordinación interinstitucional.
Las fiscalías trabajan por su cuenta, las comisiones de búsqueda operan sin suficiente apoyo técnico, y los familiares deben convertirse en investigadores, abogados y peritos de sus propios casos.
El drama de las desapariciones no sólo es el crimen inicial: es la revictimización institucional. Familias como la de Fernando Vargas viven dos desapariciones: la de su ser querido y la del Estado que debería acompañarlos.
Cuando un padre deja de comer, lo hace para obligar al poder a escuchar. La huelga de hambre de Fernando Vargas no es un acto simbólico: es una denuncia política contra la inacción. Lo hace porque las instituciones no buscan, porque el tiempo corre sin avances y porque la justicia parece un espejismo.
Él, que dedicó su vida a defender el voto, hoy defiende la vida misma. Su lucha es una metáfora dolorosa: el mismo Estado que garantizó el sufragio gracias a hombres como él, ahora es incapaz de garantizar lo más elemental —el derecho a existir, a no desaparecer—.
La huelga no debería ser necesaria. Pero en un país donde los desaparecidos se cuentan por miles, la desesperación es la única forma de romper la indiferencia. Fernando y los otros padres luchan para pedir lo que debería ser obvio: que el Estado busque a sus hijos.
La fuerza moral de estos padres es también una denuncia colectiva. Cada búsqueda es una lección de humanidad frente a la descomposición.
Su lucha nos recuerda que México no está condenado al olvido: está obligado a recordar, buscar y transformar.
Los colectivos de búsqueda han hecho más por la verdad que muchas instituciones oficiales. En fosas, cerros, canales y campos, estas madres y padres desentierran no sólo restos humanos, sino también la memoria colectiva de un país fracturado.
Combatir las desapariciones implica ir más allá de los operativos reactivos. Las causas estructurales —la impunidad, el crimen organizado, la corrupción policial y la descomposición social— deben abordarse con una estrategia integral. La desaparición en México no siempre es forzada por el Estado, pero casi siempre ocurre por omisión del Estado.
La precariedad institucional permite que la trata de personas, el reclutamiento forzado y la violencia criminal encuentren terreno fértil. Y mientras la justicia no castigue a los responsables, el mensaje es claro: en México se puede desaparecer a alguien sin consecuencias.
La desaparición no debe ser usada como bandera partidista. Requiere una política de Estado sostenida, con participación ciudadana y rendición de cuentas. Es momento de un acuerdo nacional por la vida y la verdad, que trascienda colores y gobiernos.
El Estado mexicano debe garantizar tres cosas fundamentales: Búsqueda inmediata y coordinada. Identificación científica y transparente de restos. Atención integral a familiares, con apoyo psicológico, económico y jurídico.
Pero sobre todo, debe reconocer que el corazón de esta lucha está en las familias. Son ellas quienes han hecho visible lo que el poder quiso ocultar. Sin ellas, México no sabría la magnitud de su tragedia.
La desaparición de Olín, Luis Óscar y Ana Amelí no puede quedar en el silencio administrativo. Es una prueba moral para el gobierno federal y para la Ciudad de México. Las autoridades deben asumir que cada caso no resuelto es una derrota del Estado de derecho.
En un país donde los desaparecidos superan el número de muertos en guerras recientes, la indiferencia institucional es una forma de complicidad. La lucha de Fernando Vargas no es sólo la de un padre: es la de un ciudadano que exige que la ley se cumpla, que la justicia actúe, que la verdad aparezca.
“¡Hasta encontrarlos!” no es una consigna vacía. Es el juramento que sostiene a miles de familias que viven entre la fe y la desesperación. Es también un mandato ético para una nación que no puede seguir normalizando el horror.
Fernando Vargas, el abogado que defendió el voto de la izquierda, hoy defiende la vida de su hijo y la dignidad de todos los desaparecidos. Su lucha es una llama encendida contra el olvido.
En su voz resuena una verdad que debería estremecer a quienes gobiernan: “No busco privilegios, sólo que busquen a mi hijo.”
Mientras el Estado no lo haga, México seguirá siendo un país donde la justicia no aparece, donde la vida se esfuma, y donde la palabra búsqueda se escribe con lágrimas.
Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.












