Columnas

El juicio de amparo y los discursos de poder

Se ha anunciado en estos días, la intención por parte de Morena y el gobierno, de modificar la Ley de Amparo de nuestro país. Como en todos los casos anteriores, escuchamos por parte de la oposición -la formal, que está en los partidos, y la informal, que está en cada uno de los que se oponen con todo derecho al partido en gobierno aunque en muchas ocasiones no se reconozcan a sí mismos como oposición- que ahora sí, estamos a las puertas de la dictadura, esa que nos prometen desde 2006 y cuyo amlocalipsis nada más nunca termina de llegar.

Cuando bromeo con estas ideas -que lo hago con los cercanos, porque como todos, yo también tengo amigos y familiares que “critican parejo” pero con la condición de que “parejo” milite en un partido de izquierda- es común que construyan un argumento más fino, que se presenta, en parte como resultado de nuestra relación y en parte por la búsqueda de un espacio común, un “compromiso”, que me invita a que al menos reconozca que estamos en una deriva autoritaria.

Después de esto, me suelen dar una larga lista de agravios abstractos, sin decir muy bien a qué se refieren con cada uno de ellos y que encadena a los niños con cáncer-el tren maya-el hijo del Chapo y a una larga lista que va variando de acuerdo con las ideas e intereses particulares que la persona tenga. Últimamente, quizá por mi profesión, se le ha agregado le reforma judicial, los “acordeones” y Adán Augusto. Claro que entiendo que con esta lista, están implicando ciertos argumentos que asumen tan sólidos e intuitivos que ni siquiera tienen que ser explicados, pero en realidad, lo que hacen es evitar la discusión seria sobre cualquiera de esos temas. Algo que, siempre lo digo, no considero muy adecuado para la construcción democrática de nada.

Con la reforma a la Ley de Amparo está pasando algo similar. La indignación con la que me presentan este “nuevo episodio” aumenta exponencialmente cuando pregunto las razones por las cuáles les parece mal que se haga dicha reforma. Utilizan argumentos circulares que llevan de regreso a la deriva autoritaria, los niños con cáncer, el tren maya o la reforma judicial como si enumerar de nueva cuenta estas ideas consiguiera construir un argumento imbatible que presentara por qué esta reforma en particular, no sólo está mal, sino que es, ella sí, el punto sin retorno de la dictadura del claudiatariado.

El amparo, en eso estamos de acuerdo la gran mayoría de quienes nos hemos dedicado en algún momento, ya sea en la función jurisdiccional, ya sea como autoridad o bien como litigante/representante a esta materia, es un juicio que tiene un alto componente técnico. Esto, para algunos, le proporciona algo así como un aura mágica que impide que Morena -o cualquier partido que no piense como ellos- pueda acercarse a él sin la mediación de un abogado especialista, y obviamente mucho menos, que tenga la capacidad de reformarlo. Pero eso no significa lo mismo para la visión crítica.  

Como he comentado en columnas anteriores, uno de los componentes esenciales de la elitización del derecho moderno, se ha dado a partir de la construcción de un postulado de separación de la idea de justicia y la idea de legalidad en la modernidad. Durante el siglo XIX, esta separación se volvió uno de los sellos distintivos de nuestros sistemas jurídicos, que -como en el caso de la iglesia- mantenía incluso un idioma diferenciado para impedir las interpretaciones basadas en ignorancia que pudiera hacer el pueblo.

A pesar de ello, nuestros sistemas, especialmente en América Latina y África -ya saben, esos espacios donde gente como Ferrajoli piensa que no podemos cambiar nuestras instituciones o hablar de democracia por nosotros mismos, sino que nuestro papel es invitarlos a que ellos, europeos, nos revelen la palabra sagrada a precios exorbitantes para que podamos repetir sus ideas sin tocarles una coma- tienen siempre como principio, un principio pocas veces cumplido en realidad, que nuestras instituciones deben ser inteligibles para la gente común. Esto significa que las normas y los procedimientos no deberían necesitar, en absoluto, a un intérprete de la palabra que nos diga qué es lo que dice, sino que al menos una persona común con una educación media, debería poder entender de lo que se habla.

Esto siempre resulta difícil. No sólo porque México no es un país que se destaque por su capacidad de lectura o comprensión, sino porque la propia creación jurídica tiene un componente que está en tensión con ese principio. Algunas personas llaman a ese componente “especialización técnica”, pero en realidad es algo mucho más fácil de entender si le quitamos el velo que ese nombre le coloca: el derecho se expresa a través de un lenguaje artificial -es decir, que no es realizado de manera orgánica por los hablantes- realizado como acto de poder. En el lenguaje del derecho, las palabras no significan lo que la comunidad quiere o piensa, ni como la utiliza, sino lo que una autoridad revestida de poder decide que significa.

Lo que vuelve así, un procedimiento altamente tecnificado al juicio de amparo no es, debemos entenderlo que sea mágica o esencialmente diferente, sino que es un espacio importante para la pugna de poder social en nuestro sistema. El amparo es un juicio que permite oponerse a lo que alguna autoridad dice que el derecho dice y por lo tanto, que les somete a otras autoridades, que tienen más poder, para que acepten su interpretación. Nosotros, como personas individuales o colectivas, tenemos la posibilidad de acceder a ese juicio y sus procedimientos, para buscar proteger nuestros derechos.

Dicho así, en abstracto, el juicio de amparo parece algo no sólo positivo, sino incluso más: algo maravilloso. Y lo ha sido, para muchas y muchos que lo han necesitado en el pasado e incluso ahora, que lo necesitan. Pero pocas cosas son, fuera de los cuentos, algo exclusivamente positivo o algo totalmente malo. Y de esa forma, debemos tenerlo claro, el amparo también ha sido utilizado por actores terribles, contrarios a los intereses del resto, para hacer valer sus caprichos, para evitar la aplicación de la ley o para vencer en juicio a quienes tienen condiciones más precarias de vida.

Los ejemplos de lo que digo han sido mostrados hasta la saciedad en todos lados. Salinas Pliego tiene más de dos décadas utilizando un resquicio legal para evitar pagar impuestos. Miles de personas han sido liberadas o declaradas inocentes, por interpretaciones problemáticas, cuando menos, realizadas desde visiones ideológicamente sesgadas. Muchísimas otras han sido mantenidas encerradas o bien encarceladas, utilizando este juicio. Porque las posibilidades de que personas individuales o colectivas puedan utilizarlo para vigilar las actuaciones e interpretaciones de alguna autoridad, no aseguran en absoluto, que esa nueva interpretación sea más “justa”. Sólo hace que se articulen desde una posición de poder más fuerte.

Una vez que hemos entendido esto, se verá que este caso de fin del mundo, no es sino una nueva exageración de los opositores. Resulta claro que la propuesta presentada podría ser mejor, y que el nuevo amparo tendrá errores, algunos de ellos groseros, pero también que mejorará muchas otras cosas, aunque no sean reconocidas por ellos. Lo vemos con los jueces del nuevo sistema, que en muchos casos, desarrollan su trabajo de una manera impecable, tan sólo para encontrarse con el estigma de los errores de otros, o el llamado “litigio en redes” de abogados mediocres que no aceptarán sus errores y prefieren decir que perdieron porque se trata de un juez electo -vi, en estos días, uno de esos casos-. No es, eso si lo digo, ni la idea de interés legítimo ni los efectos generales, lo que hace terrible a esta reforma. Ninguna de las dos instituciones es esencialmente necesaria para el funcionamiento de este juicio, ni tampoco su reinterpretación bajo un nuevo esquema, destruiría la democracia. La reforma a la ley de amparo, es algo que podemos platicar y discutir en democracia, siempre y cuando los argumentos no sean la circular retahíla de lugares comunes por ninguno de los dos lados.

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