Columnas

La nueva Corte: que las sentencias hablen

El primero de septiembre marcó un parteaguas en la vida institucional de México. Este día, iniciaron funciones los nueve nuevos integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se renovaron las salas circunscripcionales del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y se renovaron 880 jueces y magistrados federales, la mitad del total. Todos ellos electos por voto popular el pasado 1 de junio, como resultado de la reforma constitucional más trascendental que ha vivido un poder del Estado en lo que va del siglo XXI.

Por primera vez en la historia, los jueces de la República llegan a sus cargos con la doble legitimidad que da la ley y el respaldo ciudadano. Aunque la participación fue del 10%, el proceso se realizó en  apego a la Constitución, lo que les confiere una base legal sólida. Además, cuentan con un apoyo político innegable: la presidenta Claudia Sheinbaum, con niveles de aprobación mayores al 70%, y un Congreso de amplia mayoría de Morena y sus aliados, que aseguran estabilidad para la implementación de la reforma.

La legitimidad, sin embargo, no se agotará en la urna. Será puesta a prueba día a día, en cada sentencia, en cada decisión que tome la nueva judicatura. Ese es el verdadero reto: pasar de ser electos a ser reconocidos.

El relevo judicial no fue casualidad ni capricho político. Hubo un amplio consenso social en que el viejo Poder Judicial estaba agotado. Ministros, magistrados y jueces anteriores eran vistos como parte de un sistema alejado de la justicia. Pesaba sobre ellos la sombra del nepotismo, la corrupción, las resoluciones dictadas en beneficio de grupos económicos o de presión. En lugar de un contrapeso democrático, se habían convertido en un obstáculo para la transformación del país.

La reforma fue polémica, sí. Hubo advertencias de riesgos, de falta de experiencia en algunos perfiles, de la posible politización de la justicia. Pero el statu quo era insostenible. México no podía seguir con un poder encargado de impartir justicia sin credibilidad frente a la ciudadanía.

Hoy, los nuevos ministros y magistrados enfrentan una oportunidad única en su vida profesional: demostrar que la justicia puede ser imparcial, pronta y confiable. La Corte, los tribunales y los juzgados deben marcar un antes y un después. El mandato ciudadano que los llevó al cargo no es un cheque en blanco; es una exigencia.

No hay margen para la complacencia. La sociedad mexicana está harta de que los grandes criminales salgan libres por fallas procesales, de que los poderosos evadan la ley con amparos a modo, y de que las víctimas se topen con un muro burocrático en lugar de encontrar justicia. La legitimidad democrática del nuevo Poder Judicial se validará o se desmoronará en sus resoluciones.

Es natural que los nuevos integrantes necesiten un periodo de adaptación. La magnitud de la reforma obliga a un proceso de aprendizaje institucional. Pero la justicia en México no está para pausas largas: el horno no está para bollos. Si los nuevos jueces y ministros no están a la altura de las circunstancias, el costo político, social y jurídico será enorme. La confianza ganada en la elección podría desmoronarse en meses.

Por eso, el mensaje es claro: que hablen las sentencias, que se note en cada resolución que la justicia se imparte pensando en el interés público y no en los privilegios.

Para que este nuevo Poder Judicial cumpla su promesa, se requieren dos condiciones indispensables. La primera, que las fiscalías hagan su trabajo con profesionalismo y sin sesgos. De nada sirve tener jueces electos democráticamente si los expedientes llegan mal integrados o cargados de irregularidades. Sin carpetas de investigación sólidas, no habrá sentencias justas.

La segunda condición es el fortalecimiento de las policías estatales y municipales. México no puede aspirar a un sistema judicial funcional con cuerpos de seguridad mal pagados, sin capacitación y sin seguridad social. La reforma judicial debe ir acompañada de una reforma policial que eleve salarios, profesionalice a los agentes y los convierta en verdaderos aliados de la justicia.

Un punto clave será la independencia judicial. Haber sido electos por voto popular no debe traducirse en subordinación a mayorías políticas ni a los poderes fácticos. La legitimidad democrática se reforzará solo si los jueces son capaces de fallar contra intereses poderosos cuando la ley lo demande.

La Corte, renovada en su totalidad, será observada con lupa. Cada sentencia sobre temas de derechos humanos, corrupción, narcotráfico o disputas políticas será un examen público. El Tribunal Electoral, por su parte, tiene en sus manos la credibilidad de los comicios futuros. Los jueces de distrito y magistrados de circuito deberán mostrar que en todo el país hay un piso parejo de justicia.

El primero de septiembre no es solo una fecha de calendario. Es un hito en la historia política y jurídica de México. Se abre una nueva etapa donde la justicia ya no puede ser privilegio de unos cuantos, sino un derecho palpable para todos.

La ciudadanía no espera discursos ni justificaciones: espera resultados. Si las sentencias son justas, firmes y transparentes, la apuesta histórica de democratizar al Poder Judicial habrá valido la pena. Si no, estaremos frente a una decepción de consecuencias graves.

El camino está trazado. Hoy más que nunca, la legitimidad no está en el cargo, sino en la acción. Que la nueva Corte, los nuevos tribunales y los nuevos jueces hagan lo que corresponde: que las sentencias hablen.

Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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