En un país acostumbrado a navegar entre la polarización y la esperanza, entre la crítica fácil y el proyecto complejo, el primer año de gobierno de Claudia Sheinbaum transcurrió con una paradoja política difícil de ignorar: una legitimidad contundente, una aceptación del 70%, mayorías constitucionales en ambas cámaras del Congreso y un mapa estatal teñido del color del movimiento que encabeza. Pero también, un entorno internacional adverso, un vecino hostil en la Casa Blanca —Donald Trump, con sus amenazas arancelarias, comerciales y migratorias— y un conjunto de problemas internos que, aunque no son nuevos, sí se han agudizado: el huachicol fiscal, la evasión en la importación de hidrocarburos, el incremento del número de personas desaparecidas y la persistencia de la violencia criminal.
Desde el otro lado del tablero, la oposición llegó a este primer aniversario en su peor momento desde que cedió el poder en 2018. Derrotada, fracturada, sin liderazgos ni proyecto, sobrevivía gracias al ruido en redes sociales y a una desesperación que solo ha crecido conforme pierde relevancia política y electoral. Sin embargo, un elemento adicional alimenta este cierre de año: la ola de odio digital sin precedentes, coordinada, amplificada y capitalizada tanto por sectores radicales de la derecha como por personajes empresariales y mediáticos que encontraron en la desinformación un campo fértil para disputar el relato público.
Ese caldo de cultivo se potenció dramáticamente con dos hechos trágicos: el asesinato del líder limonero en Michoacán, Bernardo Bravo, y el asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan. Dos crímenes atroces que fueron usados por la oposición para detonar la estrategia de confrontación final del año: campañas de odio en redes sociales, proliferación de noticias falsas, amenazas veladas de intervención internacional y un ambiente en el que la histeria sustituyó a la justicia y la indignación legítima fue aprovechada para fabricar escenarios apocalípticos.
El homicidio de Carlos Manzo cambió el escenario. La indignación social fue genuina, profunda y comprensible: un presidente municipal que denunció amenazas, solicitó apoyo y nunca recibió la respuesta institucional que requería. En Uruapan, Morelia y Apatzingán, miles marcharon con dolor y rabia. Y en medio de ese contexto emocional, las redes sociales se encendieron: mensajes que afirmaban que el país estaba al borde del colapso, que el crimen había tomado Michoacán por completo, que el gobierno federal había abandonado a las comunidades.
A partir de ese momento, los acontecimientos se encadenaron con velocidad de vértigo: El acoso a la presidenta mientras caminaba hacia la Secretaría de Educación Pública. El bloqueo carretero por la crisis del agua y la inseguridad. El paro de 48 horas de la CNTE en el Zócalo. La marcha del 15 de noviembre, convocada por la llamada “Generación Z” pero operada por partidos de oposición, Ricardo Salinas Pliego y un puñado de grupos radicales que buscaban un escenario de ruptura. La presencia de provocadores que intentaron reventar la protesta para generar caos y violencia. El megabloqueo anunciado en 20 entidades y en los principales accesos a la Ciudad de México. La amenaza de la CNTE de boicotear el Mundial de futbol del próximo año.
Hasta el certamen de Miss Universo quedó atrapado en esta vorágine: insultos, ataques, campañas de odio, influencers incendiarios y un ecosistema donde cualquier tema se convierte en pólvora.
En respuesta a este ambiente crispado, la presidenta convocó a una concentración el 6 de diciembre en el Zócalo para conmemorar siete años del inicio de la Cuarta Transformación. Una jugada política, sí, pero también un acto de reafirmación frente a una oposición que no disputa elecciones ni legisla: solo grita en redes.
Es indispensable distinguir: las campañas de odio no son culpa del gobierno. Pero sí es responsabilidad del gobierno reconocer que hubo errores, omisiones y mensajes mal manejados que contribuyeron a que la narrativa adversa creciera sin contención.
El primero de ellos es la soledad de la propia presidenta. Claudia Sheinbaum aparece constantemente como la única voz del gobierno federal, la única que responde, la única que explica, la única que aclara. Frente a un ataque coordinado en redes y medios, no existe un gabinete político sólido que acompañe, respalde o amortigüe. La Secretaría de Gobernación, que históricamente ha sido el eje de la estabilidad política, hoy parece un cascarón burocrático sin presencia, sin operación y sin liderazgo.
El segundo error es la cadena de omisiones institucionales en el caso de Carlos Manzo. No se puede maquillar la realidad: hubo desatención del gobierno de Michoacán, fallas en los protocolos de seguridad de la Guardia Nacional, y lentitud por parte de la Segob, Marina y Sedena. La ciudadanía percibió abandono, y esa percepción, en contextos de tragedia, se convierte fácilmente en resentimiento.
El tercer error es la comunicación. El gobierno no tiene voceros. Tiene influencers, algunos de ellos groseros, que insultan a la oposición como si eso sustituyera la explicación de políticas públicas. Tiene diputados y gobernadores que publican desplegados que nadie lee. Tiene funcionarios que confunden Twitter con un boletín institucional. Pero no tiene una estrategia de comunicación consistente y pedagógica.
Cuando surgió la indignación por el asesinato de Manzo, la oposición ya tenía construido un ecosistema de bots, videos, hilos de Twitter, TikToks, columnas y programas televisivos listos para convertir la tragedia en narrativa de ingobernabilidad. El gobierno, en cambio, tardó días en articular una respuesta clara y unificada.
Claudia Sheinbaum tiene razón cuando afirma que la oposición está desesperada. No solo se trata de la derrota electoral de 2024 —que ya de por sí fue devastadora—, sino de la incapacidad de reconstruirse. El PRI vive su peor crisis histórica bajo el mando de Alejandro Moreno, quien dice vivir “su mejor momento” mientras su partido se desploma. El PAN, pese a su “relanzamiento”, no ha producido un solo liderazgo nacional que conecte con la ciudadanía. Movimiento Ciudadano, atrapado en su propio narcisismo político, no logra convertirse en alternativa real. Ante ese vacío, la oposición optó por el camino más corto y más peligroso: radicalizarse.
El empresario Ricardo Salinas Pliego, enfrentando un fallo de la Suprema Corte que lo obliga a pagar cerca de 48 mil millones de pesos en impuestos, multas y recargos, se ha convertido en el rostro principal de esa radicalización. Sus ataques diarios contra el gobierno, los medios, la prensa crítica y hasta la Suprema Corte son parte de una estrategia calculada para buscar impunidad fiscal a través del caos político.
A la par, sectores de la derecha radical han cruzado líneas rojas: piden abiertamente la intervención del gobierno de Estados Unidos para “rescatar” al país del crimen organizado. No es un recurso retórico aislado; es un discurso en expansión, peligroso, irresponsable y profundamente antidemocrático.
Y en las redes sociales, donde opera la oposición más radical, el odio llegó a niveles nunca antes vistos: memes misóginos contra la presidenta, llamados a “tomar el Palacio Nacional”, videos falsos donde se insertan explosiones o disparos para fingir violencia inexistente, bots que multiplican rumores creados desde cuentas anónimas, campañas que acusan al gobierno de “entregar el país al narco” sin pruebas.
El odio se convirtió en la única estrategia posible para quienes perdieron las urnas, las cámaras, los gobiernos estatales y el debate público.
El odio en redes sociales no es espontáneo ni orgánico. Es parte de una ingeniería política global que ya hemos visto en Brasil, Estados Unidos, España, Argentina o Chile. En México tomó fuerza después de 2024 y explotó durante los últimos meses de 2025.
El método se repite: Un hecho real y doloroso (como un asesinato). Un video editado para generar indignación. Un hashtag fabricado desde cientos de cuentas automatizadas. Influencers que amplifican ese hashtag. Medios opositores que recogen la tendencia y la presentan como “la voz de la ciudadanía”. Bots que alimentan la narrativa durante horas. Usuarios genuinos que replican lo que creen que es cierto.
Así, un evento trágico se convierte en arma política. El peligro es evidente: las redes sociales ya no solo distorsionan el debate público; ahora reemplazan la realidad. En ese terreno, los matices desaparecen. La indignación se manipula. El miedo se amplifica. La violencia narrativa se normaliza.
Y mientras tanto, las instituciones deben gobernar un país real, no el país incendiado que existe solo en TikTok, Twitter y Facebook.
Es importante subrayar un punto central. El país no está al borde del colapso, como repite la derecha radical. No hay ruptura institucional. No hay vacío de poder. No hay un estado fallido. Lo que sí hay es descuido gubernamental en algunos frentes y una oposición que sustituyó la política por el odio.
Sí hay soberbia en ciertos sectores del gobierno, funcionarios que olvidan que la legitimidad no es eterna, que la confianza ciudadana debe renovarse todos los días. Sí hay errores graves como el manejo del caso Manzo, la falta de operación política de la Segob o las carencias de comunicación.
Pero también hay estabilidad macroeconómica, acuerdos comerciales sólidos, un Congreso que funciona, una presidenta con alto respaldo y un país con una mayoría que apuesta por continuar la transformación.
Lo que hemos visto en este cierre de año no es casualidad. Es la disputa por el relato, por el sentido común, por la narrativa que acompañará el segundo año. La oposición seguirá apostando por la destrucción emocional, por la histeria digital, por la fabricación de crisis y por la intervención extranjera. No tiene otra ruta.
El gobierno, por su parte, deberá corregir errores: reconstruir la Segob, reforzar la Guardia Nacional, profesionalizar la comunicación, escuchar a las víctimas, responder con empatía, no con burocracia.
La presidenta no puede seguir sola en esta batalla. Y la ciudadanía tampoco puede permitir que el odio sea la brújula del debate público. México merece un debate político donde la razón prevalezca sobre la furia, donde la crítica sea constructiva y donde la tragedia no sea utilizada como arma electoral.
Porque si algo ha demostrado este año, es que el odio puede incendiar la redes en horas… pero también que la esperanza sigue siendo la fuerza mayoritaria de una nación que no quiere retroceder. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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